un bien que produce externalidades positivas fuertes
sobre un grupo amplio de personas, efectos directos
que no son capturados plenamente por los precios o
retribuciones monetarias.
Hago esta disquisición conceptual porque me parece
necesario hacer una invitación a pensar sobre cuáles
son las externalidades positivas, las dimensiones de
bien público que tiene la Educación Superior. No ne-
cesariamente vamos a tener un acuerdo pleno en esto,
pero la función pública de
las instituciones de Educa-
ción Superior requiere una
validación democrática.
Hay funciones públicas
que no son económicas con
fuerte raigambre histórica,
vinculadas con el funciona-
miento de la democracia.
Tienen que ver con la ciu-
dadanía, la participación y
que en la tradición griega
y hasta hace poco han sido
consideradas por muchos
como la función principal
de la Educación Superior:
generar civilidad, compro-
miso cívico, diálogo democrático, capital social.
Hay también un componente productivo asociado a
la Educación Superior que evidentemente tiene un
retorno privado: yo me educo y hay un premio por
esa educación que se traduce en mi salario. Este re-
torno privado es el que tiende a enfatizar una visión
más mercantil de la educación. Por supuesto, hay
también externalidades productivas: que los otros se
eduquen me hace más productivo a mí; el conoci-
miento nuevo que se produce es un conocimiento
no excluible, que genera una enorme cantidad de
externalidades potencialmente en muchos ámbitos
de la economía, especialmente en el mundo con-
temporáneo. Habría que agregar la formación y la
investigación dirigida a la producción de bienes y
servicios que se consideran de interés nacional, a
partir de una definición democrática en la sociedad.
Un tercer ámbito es la dimensión valórica que des-
de una perspectiva económica se puede interpretar
como correspondiente a externalidades. Por ejem-
plo, la Educación Superior, y en particular la red es-
tatal, tiene que jugar un rol
en promover valores como
la no discriminación, igual-
dad de oportunidades de
acceso, igualdad de género,
movilidad social, plurali-
dad, la fe pública asociada a
la pertinencia de la oferta o
al uso adecuado de recursos
públicos, la transparencia
activa, etc.
Vemos, entonces, que hay
una serie de dimensiones
que definen o han defini-
do la función pública de
la universidad.
Ahora, ¿cuáles son los elementos institucionales
que promueven la producción de estas funciones
públicas? ¿Qué características organizacionales e
indicadores permiten distinguir entre institucio-
nes que proveen más o menos de un bien público?
¿Cuál es el rol del aseguramiento de estándares,
de la autonomía, del gobierno corporativo, en
la orientación de una institución de Educación
Superior a funciones públicas? ¿Podría justificarse
que ciertas instituciones reciban financiamiento,
otras que reciban menos financiamiento y otras
que no reciben financiamiento? Una legislación
adecuada debiese dar respuesta a estas preguntas.
“El sistema de Educación
Superior lleva funcionando tanto
tiempo como un mercado que
hay un riesgo de que, tanto en
los usuarios del sistema como
en las propias élites políticas, se
haya naturalizado la Educación
Superior como un mercado”.
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Dossier / Nº1 2016 / P.P.