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mí. “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”. Se cree que
con este tipo de razonamiento se puede justificar cualquier cosa. Si soy po-
bre, por ejemplo, puedo objetar la protección del derecho de propiedad,
pues me gustaría tener los bienes que otro tiene. Si estoy enfermo, puedo
elevar el derecho a la salud al sitial del derecho más importante. Y si no soy
judío, puedo aceptar indiferente el holocausto. Nos parece que es necesa-
rio llegar más allá que a una mera razón de conveniencia, y preguntarnos
por los valores reales que fundamentan la orden de no matar.
El instinto de conservación
Existe una razón estrictamente biológica para abogar por la conservación de
la vida, como es la existencia del instinto de conservación, que hermana a los
humanos con el resto de los animales. Parece que el huir de la muerte está
en la naturaleza del mundo animal. Si nosotros creyéramos en el derecho
natural ubicaríamos este instinto de conservación en la base del derecho a
conservar la vida biológica, así como en la base de los derechos sexuales y
reproductivos que sirven para la conservación de la especie. Incluso el erotis-
mo reconoce como base la necesidad de conservar la vida de la especie.
También parece pertenecer a nuestra estructura natural un aspecto que
podría entenderse más psicológico que biológico, como es el gozo interno
que nos produce, a veces, el solo hecho de sentirnos vivos, la alegría de res-
pirar aire puro o de presenciar una puesta de sol, de disfrutar de la belleza
de una flor, de un durazno jugoso o del frío seco de la nieve en la montaña.
Pensamos que estos pequeños gozos contribuyen mucho para estimar que
la vida merece vivirse.
Parecen insuficientes, sin embargo, estas razones que provienen de nues-
tra estructura biológica o psicológica, y creemos conveniente ingresar de
una vez por todas en el estudio de algunos fundamentos pertenecientes al
mundo de los valores.
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