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“¿Sientes vértigo? Es que no a todos les gusta

ver desde aquí; mira, mira hacia abajo, ¿lo sien-

tes?”. Bélgica Castro se asoma a su balcón, el mis-

mo que por décadas le da los respiros para seguir

actuando con la rigurosidad asumida desde el pri-

mer día. Desde este balcón, el Cerro Santa Lucía

y la Alameda de reojo permiten imaginar cómo se

fue construyendo la República y cómo también se

fue destruyendo. Desde aquí ella sintió el espanto,

mientras bombardeaban La Moneda y salió con

destino a Costa Rica, por más de una década. Aso-

mada a este espacio, pequeño, pero con un cerro

inventado por jardín, recobraría la esperanza.

En su departamento, donde comparte una vida

larga de sesenta años con Alejandro Sieveking,

todo es teatro y cada cosa se transforma en un ar-

tefacto dispuesto en función de una escena que ya

cumple 95 años, la edad de Bélgica, fundadora del

Teatro Experimental de la Universidad de Chile,

que este año celebra 75 de vanguardia mientras

busca reposicionar su historia y plantear su futu-

ro al profundizar su posición crítica como Teatro

Nacional Chileno.

Caballos de madera, gallinas de loza, pinturas y

grabados, cristos sin cruces, giran en este espacio

donde Bélgica recuerda su infancia en Temuco, sus

estudios en el Instituto Pedagógico y cómo nunca

llegó a hacer una clase de castellano porque el tea-

tro de Pedro de la Barra la capturó para siempre.

Vive sola con Alejandro y un gato, Alyosha Kara-

mazov, que discrimina, dice ella, a quienes saben

de gatos y a quienes no.

Bélgica ríe y mucho. Ya no tiene deudas con la vida

y la vida no las tiene con ella. Hija de anarquis-

tas españoles, mantiene intacta la vitalidad de los

20 años. No basta que ella lo diga, se nota y más

a pocos días del re-estreno de un montaje escrito

por Alejandro,

Pobre Inés sentada ahí

. La vida, bien

lo saben ellos, es comedia y tragedia, todo en el

mismo continente de horas que persigue el día. Lo

saben porque hace poco han despedido a un ami-

go, el dramaturgo Juan Radrigán, homenajeado en

octubre, con aplausos y conjuros.

“Pedro de la Barra era mi maestro y él, una persona

muy seria, siempre nos decía que había que hacer

lo mejor, todo perfecto, perfecto, porque el respe-

to al público estaba primero que todo. Nosotros

sabíamos que era necesario hacerlo porque al salir

del teatro la gente se llevaba algo, eran mejores que

“Hacer teatro significaba

aprenderse

cosas de memoria y decirlas, y yo

estaba tan contenta. Una se sentía muy

comprometida, porque una, nos decía

Pedro de la Barra, estaba mejorando

a la que gente que nos veía”.

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P.P. / Nº3 2016