Y por ello, este es un premio colectivo y compartido, en primer
lugar con Rolf Foerster quien es co-autor de muchas de las
ideas y textos que he circulado. Iniciamos nuestro camino
juntos en la pequeña casa que albergaba al Departamento de
Antropología a fines de la década del 70, en plena dictadura, y
creo que somos de las pocas parejas de antropólogos de
nuestra época que persistimos en querernos, dialogando,
nutriéndonos –en sentido real y figurado¬– con nuestras
obsesiones comunes. No solo libros hemos parido, sino que un
hijo, Cristian a quien debo el haberme enseñado que existía el
amor nacido de las entrañas y a mirar el mundo con los ojos de
la especie que se contempla y edifica en esa extraña
experiencia de haber sido uno y dos al mismo tiempo. Sin mi
propia genealogía materna y paterna, echa de esa misma
extrañeza, no hubiera podido levantar mi mano en la escritura.
Somos nuestras relaciones, eso lo sabemos las y los
antropólogos, el vínculo social es el que nos define y por ello
hablar del premio por el cual recibo este homenaje, es también
reconocer una historia de redes, de opacidades y luces, pero
sobre todo de tramas sólidas de compañerismo, de
cooperación y solidaridades. Agradezco por eso la amistad de
años de mi colega Loreto Rebolledo, otra co-autora de obras,
de ideas, de proyectos, de luchas que todavía no terminan.
Partimos, a inicios de los 90, en lo que llamábamos “la pajarera”,
un cubículo de vidrio a un costado de la entrada al decanato,
casi como suspendida en el aire, la estrecha pajarera no fue
obstáculo para que instaláramos –pese a todos los malos
pronósticos y las adversas y maliciosas opiniones de nuestros
colegas– el primer Programa de Estudios de Género en la
Universidad de Chile y en Chile. Como feministas fraguadas en
la pelea constante con los prejuicios y el autoritarismo,
seguimos adelante… ¡Claro que conseguimos nada más que
un subterráneo (donde ahora se asienta el CIEG), pero espero
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