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se hayan reunido los directores jurídicos de todas

las facultades para evaluar cómo pueden contribuir

a la reforma.

Lo primero que hay que celebrar es el hecho de que

exista un proyecto y que éste se presente a discusión

parlamentaria. Uno puede o no estar de acuerdo con

él, podrá tener que modificarse todo lo que sea nece-

sario, pero lo crucial es que desde 1981 no teníamos

una oportunidad de discutir un proyecto acerca de

estas cuestiones.

La Universidad de Chile ya demostró que podía vi-

vir y sobrevivir en un mundo tan disfuncional como

uno pueda imaginar respecto a los principios a par-

tir de los cuales se fundó. Ahora, finalmente, podre-

mos incidir en la realidad en la cual queremos vivir,

en qué sistema de Educación Superior queremos

para Chile. Es por eso que mucho más allá de que el

proyecto de ley sea bueno, malo, de cuán limitado

nos pueda parecer, estamos viviendo un momento

de alegría, pues desde ahora, en vez de tener que

adaptarnos a lo que nos señalen, podremos abrir ca-

minos para definir en qué mundos queremos vivir.

No quisiera abundar en los orígenes de nuestro ac-

tual sistema educacional. Considero que es el futuro

el que nos convoca con formidables interrogantes:

cómo cambiamos la distribución de la matrícula y

logramos que ella sea pertinente a las necesidades de

la sociedad; cómo imponemos una forma de enten-

der el vínculo entre el desarrollo del país y la oferta

de carreras por parte de las distintas universidades;

qué implica eliminar sistemas de financiamiento

como el CAE y cómo fortalecemos la Educación

Superior estatal; cómo evitamos la desaparición del

Aporte Fiscal Directo; cómo equiparamos las con-

diciones administrativas respecto al financiamiento

que las otras universidades reciben del propio Esta-

do; cómo revertimos esta percepción absurda de que

para el resto del sistema constituya una amenaza que

“se le dé un peso más” a una universidad estatal.

La educación pública es, por esencia, la instancia en

la cual todos los sectores políticos e ideológicos han

de sentirse llamados a participar generosamente y

contribuir a un proyecto común. Es, en definitiva, la

principal instancia que garantiza la cohesión del país

y la permanencia de la nación como una entidad

convocante de identidad. Es por esta trascendencia

que nos interesa hablar de la universidad del futuro

y no perdernos en redundar acerca de lo muy mal

que están las cosas hoy.

Pienso que en esa discusión de futuro un tema muy

importante es el de la noción de universidad pú-

blica. Debemos devolver su significado a la expre-

sión

universidad pública

. Las definiciones explicitan

un género próximo y una diferencia especifica. La

Universidad de Chile es un plantel, como muchos

otros, y es público, lo que le da una connotación di-

ferenciadora en el concierto de las universidades. Es

nuestro sello de identidad, como para una persona

podría serlo su nacionalidad. Hay un concepto de

universidad pública que es distinto al de las univer-

sidades privadas. Es un asunto conceptual de fondo

que no puede ser confundido con un tema distinto:

cómo se distribuyen los recursos públicos, quiénes

tienen derecho a recibirlos, en qué medida y en qué

condiciones. Por el contrario, de lo que se trata es

“Ahora, finalmente, podremos incidir en la realidad en la cual queremos

vivir, en qué sistema de Educación Superior queremos para Chile”.

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P.P. / Nº2 2016 / Dossier