CARTA
FUNDAMENTAL:
OPERACIÓN
HISTÓRICA Y
CONSTITUYENTE
POR ALEJANDRA ARAYA
Decimos que una Constitución es la ley fundamental de
un Estado, con rango superior al resto de las leyes, ya que
define el régimen de los derechos y libertades de los ciu-
dadanos y delimita los poderes e instituciones de la orga-
nización política. Es una definición producto de procesos
históricos largos y de cambios radicales en las prácticas po-
líticas y los sistemas simbólicos que, para el caso americano,
tienen como hito la redacción de los textos fundamentales
como nuestra Acta de la Independencia Nacional, firmada
en Talca, en el año 1818, cuyo original fue destruido en el
Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973.
En el horizonte de un debate sobre una nueva Constitución
creo que es importante no pasar por alto el que ésta es esen-
cialmente el resultado de la práctica política y que es, en
esencia, un acto político con resultados materiales: un tex-
to, una carta fundamental. Impugnar este imaginario y las
prácticas que lo hacían operativo como sistema fue el centro
del proyecto cultural del régimen liderado por Augusto Pi-
nochet. Mi afirmación no tiene novedad, pero creo que es
importante retomar una operación en particular dentro de
las prácticas políticas del régimen, la de la interpretación
histórica de las propias acciones en el momento mismo en
que éstas sucedieron. La “clase magistral” que Pinochet die-
ra en la inauguración del año académico de la Universidad
de Chile el 6 de abril de 1979 inicia con la declaración de
una nueva independencia y una refundación de la nación.
No es menor el momento, ni el lugar, ni la institución es-
cogida para hacerlo, puesto que la instalación de la Univer-
sidad de Chile no se puede separar del acto fundante de la
historia, ya que desde 1844 cada año se inauguraba con la
lectura del texto ganador del concurso convocado a cons-
truir el relato de la nueva nación.
Pinochet legitima la acción que encabeza insertándola dentro
de la noción de tradición histórica, una de “intervenciones
militares”, diferenciándola al mismo tiempo de las que prece-
dieron a las Cartas Fundamentales de 1891 y 1924 en tanto
declara muerta la tradición democrática de la que formaron
parte. Lógicamente, el régimen aprecia la Constitución de
1833 y el Estado portaliano, y considera la del ‘25 “débil”,
pues dio origen al sistema de partidos. En tanto protector de
dichas tradiciones, el dictador es un “gobernante soldado” que
no dejaría a los chilenos entregados al “juego de las oligarquías
partidistas que nos condujeron a la crisis”. Esta conciencia de
la legitimidad de los propios actos en el marco de una “tradi-
ción” permite comprender que no haya contradicción entre
Columna
Directora del Archivo Central Andrés Bello
P.40
P.P. / Nº2 2016