Transparencia y Probidad Pública. Estudios de Caso en América Latina
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Las denuncias de corrupción en las altas esferas de poder, al ser impulsadas por sectores contrarios
al gobierno de Lacalle, se politizaron rápidamente y esto, más allá de los procesos judiciales lle-
vados adelante, obstaculizó la formación de una racional y ecuánime opinión de lo sucedido.
En el año 1994 no existían prácticamente organizaciones de la sociedad civil con el objetivo
institucional de luchar contra la corrupción.
Sólo el sindicato de trabajadores bancarios (AEBU)
aparece como representante de la sociedad civil a través de planteos ante el Parlamento al inicio
de este proceso.
Esa ausencia permitió, hasta cierto punto, la excesiva politización del tema.
Tanto en la denuncia como en la defensa se intuye la intencionalidad política, relegando el interés
público a salvaguardar.
La acción de la Comisión Investigadora Parlamentaria mostró las dificultades y limitaciones que
tales comisiones tienen para investigar adecuadamente los actos de corrupción. Acotada por un
marco regulatorio insuficiente y entorpecida por los intereses políticos de sus integrantes, llegó
sólo a determinar indicios de presuntas irregularidades.
Por un lado, la Comisión resultó ser una caja de resonancia para difundir el tema en la opinión
pública, otorgándole una gran relevancia política al problema de la corrupción.
Por otro, la ex-
cesiva politización de esta instancia parlamentaria –previsible por su misma naturaleza– llevó a
que no se abordara el problema en toda su magnitud.
Si bien es cierto que no era de su compe-
tencia adjudicar responsabilidades penales, los resultados obtenidos no llegan a ser convincentes
y demuestran la dificultad para acceder a la verdad cuando los intereses políticos partidarios se
entremezclan en la investigación.
El Poder Judicial, por su parte, aparece como el ámbito indicado para resolver estos conflictos
pero muchas veces no poseen ni las herramientas legales ni los recursos humanos y materiales
para poder investigar en profundidad.
En este caso, la derivación de las denuncias a la Justicia, luego de realizada la investigación
parlamentaria, operó como una válvula de escape al sistema político que por sí solo no previó ni
solucionó el conflicto. Esto configura una especie de sistema perverso en el que la Justicia pierde
su independencia cuando, por una parte, los escasos recursos que maneja son asignados por el
mismo poder político que debe juzgar y, por otra, los nombramientos y ascensos de los jueces
son también definidos por la clase política en el Congreso.
Cuando interviene la Justicia, las presiones políticas también hacen su juego y, si bien no siempre
es posible acreditar una injerencia política directa en las resoluciones, es lógico esperar que en
el razonamiento judicial que lleva a una determinada decisión dichas presiones puedan influir
de manera significativa.
El sistema judicial requiere entonces de instrumentos que posibiliten
minimizar estos factores ajenos al proceso propiamente tal.
El sistema político uruguayo, más allá de expresiones retóricas de confianza de distintos actores
políticos, no demostró estar preparado para dejar actuar a la Justicia.
Los fallos deben admitir
críticas, tanto en sus fundamentos jurídicos como en la apreciación que hacen de los hechos.
Cuando se les atribuyen intencionalidades políticas por resultar adversos, se denota una falta de
credibilidad en el sistema.
El Poder Judicial mostró además falta de fortaleza política para poder afrontar las críticas a su
falta de independencia frente a la injerencia política.
Si bien los fallos fueron confirmados en los
respectivos tribunales de alzada, no hubo una debida comunicación a la opinión pública de sus
fundamentos.
El episodio Braga culminó con un sistema político que no logró lavar su imagen
como algunos pretendían, pero también con una justicia que no respondió debidamente a las
críticas de tono político, con lo cual su imagen también resultó afectada.
Esto ha llevado a que