18 Ensayos Justicia Transicional, Estado de Derecho y Democracia - page 5

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De hecho, los criminales de guerra enjuiciados después de la Segunda Guerra Mundial
habían perdido no sólo el poder político sino también sus armas. Su derrota fue absoluta y los
vencedores no tuvieron que lidiar con cuestiones de correlación de fuerzas. Más bien,
tuvieron que dejarse guiar por su propio sentido de justicia y por consideraciones relativas a
los efectos que tendrían sus políticas a largo plazo.
En Argentina, tal como sucedió años antes en Grecia, quienes cometieron las
atrocidades pasadas no perdieron el monopolio de las armas dentro del país. La humillación
militar fue el factor principal que los debilitó y permitió, en alguna medida, el castigo, pero las
limitaciones de éste se dejaron ver muy pronto.
¿Qué se podía esperar entonces de países en los que las restricciones políticas eran aún
mayores? Por ejemplo, ¿en aquellos casos en que el gobierno goza de legitimidad por haber
sido elegido democráticamente, pero en que las fuerzas armadas siguen constituyendo una
fuerza cohesionada con control sobre las armas? ¿O cuando los gobernantes del pasado o el
partido que representaron, todavía disfrutan de apoyo político importante entre algunos
sectores de la ciudadanía? ¿O cuando ha ocurrido un cambio de gobierno en el marco de una
paz o tregua negociada después de una enconada guerra civil, en la que ambos bandos
cometieron muchas atrocidades y ninguna de las fuerzas combatientes resultó victoriosa?
Estas interrogantes surgieron en torno a muchos de los casos de transición política que
tuvieron lugar en la época de los juicios argentinos o poco después. En Brasil, Uruguay,
Guatemala o Filipinas; en Polonia, Hungría o Checoslovaquia; y, más recientemente, en Chile,
Nicaragua y El Salvador, los responsables por crímenes del pasado todavía ostentan un grado
considerable de poder político o militar, o bien se encuentran insertos inextricablemente en la
malla de las instituciones estatales.
Fue así como se perfilaron con toda claridad las consecuencias de los dilemas que
surgían de ciertas situaciones de transición política. Para destacar aún más lo anterior,
consideremos un caso hipotético, pero ya no poco plausible, dados los recientes cambios: el
caso de Sudáfrica. ¿Qué sucedería si Nelson Mandela accediera al poder político luego de un
acuerdo negociado debido al cual, digamos, los blancos retuvieran importantes cuotas de
control militar y policial, y cierta medida de veto político? La comunidad internacional ¿le
exigiría a Mandela que su gobierno enjuicie a todos quienes participaron en el
apartheid
desde
una posición de autoridad? ¿Lo haría sin considerar el poder efectivo de Mandela para
cumplir con tal demanda ni las consecuencias previsibles e imprevisibles que semejante
medida significaría para la paz y la estabilidad del país? Lo más probable es que no. Las
políticas de ese gobierno hipotético consistirían globalmente en dar a conocer toda la verdad
sobre el
apartheid
, conservar la memoria colectiva acerca del odioso pasado, buscar
compensaciones para las víctimas de los peores abusos y quizás investigar algunos de los
crímenes más atroces.
En situaciones ambiguas de transición, enfrentar un pasado de violaciones de los
derechos humanos es un problema ético y político verdaderamente angustioso. Con todo, no
hay reglas definidas sobre la forma de proceder. Los principios éticos ofrecen una orientación,
pero no una respuesta definitiva. Los líderes políticos no pueden darse el lujo de dejarse llevar
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