Palabra Pública N°15 2019 - Universidad de Chile

En el muro, pues, la ciencia cartográfica —la geo- grafía política— y la ruda concreción de la tierra, por una vez, son una. ¿O no será más bien que el muro resume una política de la tierra —literalmen- te una geopolítica—, el programa de su ocupación, de su uso y su dominio? En nombre de esa política y por ella, el muro se hace cosa de la historia, inscri- be el límite en la historia e, idealmente, a la historia en el límite, como horizonte y punto de fuga, y se despliega ejemplarmente en los grandes muros de la historia, los muros imperiales. El muro sería, entonces, cifra del poder. Si es cierto, pues, que se requeriría algún saber acerca del muro, en ello pareciera ir envuelta, asimismo, la instancia de un saber acerca del poder. ¿Es posible este? ¿Y cómo? ¿Quién habría de tenerlo? ¿Y qué podría significarle tal saber? Veamos. Yo lo imagino depositado, por ejemplo, en dos piezas literarias. Cojo, primero, el relato de Kafka En la cons- trucción de la muralla china , escrito a la manera de un informe poblado por las cavilaciones que a ese propósito se hace su fingido autor. Parte él por des- cribir allí el puntilloso sistema de la construcción a retazos: dos ejércitos, avanzando uno hacia el otro, se han afanado desde ambos extremos hasta anu- dar el hemiciclo en su sitio más septentrional. Y lo mismo se ha hecho con los dos segmentos mayores; se los ha producido por pequeños trozos conver- gentes, de suerte que la muralla —parecidamente a como ocurre en las paradojas zenonianas— habría quedado por siempre aquejada de posibles hiatos y, por ende, de irrealidad. Pero es vago el imperio que esa muralla enmar- ca. La muralla se ha edificado no sólo como precin- to defensivo, sino como conjuro del centro vacante del cual se postula ella como periferia, mientras la existencia de los súbditos se lleva en los aledaños más recónditos, siempre fronteriza, atada a una obediencia imposible o banal, y a una nostalgia de sentido tan fervorosa como hueca. El centro va- cante, en cambio, es el imperio. Y si es verdad que la muralla y el imperio se pertenecen uno al otro, aquella, que debería ser la demostración de este, no es, en verdad, sino su hipótesis. Pero, más aun, ambos son a su vez solidarias hipótesis de otra hipótesis anterior, barruntada por el saber —el único e infructuoso saber— de los hombres de la construcción, que estos guar- dan, callados, para sí mismos: porque la muralla, así como la decisión de erigirla, no han sido pro- vocadas por la agresión de unos pueblos bárbaros ni decretadas por el privilegio de un emperador, sino que se deben a los insondables designios de la “conducción” que ha existido desde siempre, juntamente con tal decisión. La “conducción” tras la muralla es acaso el po- der tras el poder. Y nos cabe especular: un poder que se solapa en todos los poderes, que se sustrae por debajo de ellos, derrumbándose desde siempre en sí mismo, y que así les hace sitio, les concede la persistencia incierta mientras a los oídos les susurra una y otra vez el “memento mori” que los tensa y los enhiesta. Y quienes saben de este poder –con viejas palabras se lo llamaría probablemente la “na- turaleza” o, más aún, la “forma” de todo poder– son aquellos que subsisten en confines sin vecindad, “¿Puede alguien saber qué hay en este derrumbe? Hoy en día, a causa de la complicidad franca que se establece entre buena parte de esa sensibilidad, esos discursos y las voluntades políticamente interesadas, muchos parecieran abanicarse en la confianza de poseer las claves del evento”. 62

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