Palabra Pública N°15 2019 - Universidad de Chile

pueblo de un país celebrara la caída de un muro que supuestamente protegía al socialismo del capitalismo, ni que ese pueblo cantara y llorara de emoción en las calles por ello, y que a ese derrumbe feliz se sumara empujar las estatuas de Lenin al suelo y atesorar pedacitos del muro como reliquias de un final deseado. La caída del Muro de Berlín de 1989, como las protestas de los estudiantes chinos en Tiananmen ese mismo año y el posterior colapso político de la Unión Sovié- tica, eran aquello que no debía ocurrir, aquello que contradecía una lucha casi centenaria por la construcción del socialismo. Se abrió allí, creemos, una grieta que no se ha cerrado, y que sigue influen- ciando la política global hasta hoy: esa grieta fue la muy profunda duda (y para algunos, certeza) de que las revoluciones socialistas eran incapaces de sortear los dos grandes peligros que las acechaban. El primero, la destrucción desde afue- ra, es decir, los golpes de Estado para ahogarlas en su cuna, como ocurrió en Chile en 1973. El segundo, la destrucción desde dentro; la personalización del poder en un líder in perpetuum y su co- rrespondiente camarilla de burócratas y de defensores acrí- ticos, que fue lo ocurrido en la RDA y que culminó con esa contradictoria, en apariencia, alegría de un pueblo derrum- bando un muro socialista. La caída del Muro de Berlín, aun con toda su espectacularidad orquestada y su triunfalismo exagerado, no fue, realmente, la derrota. La derrota ya ha- bía ocurrido: una revolución que necesita amurallarse para sobrevivir ya dejó de ser el sueño de igualdad y libertad que alguna vez fue. La caída del muro fue, en un año y día espe- cífico, la constatación final de ese fracaso. Esas caídas por la fuerza externa o por el anquilosamien- to y autoritarismo interno no solamente provocaron crisis puntuales y cambios políticos en cuanto a quienes estaban en el poder y quienes los reemplazaron, sino que ensombre- cieron lo que podría definirse como el horizonte de sentido de la izquierda. Las organizaciones y los partidos de izquierda siguieron existiendo, por cierto, y también las poéticas revo- lucionarias: no se deja de creer, como no se deja de amar, de un día a otro, aun cuando el objeto de esa pasión ya no esté allí. Pero se gestaron, a fines del siglo XX, dos fenómenos que llegan hasta hoy. Por una parte, la historia revolucionaria, con todos sus sacrificios y heroicos combates, dejó de ser el camino para alcanzar ese paraíso de los pobres con mesas generosas y para todos y que necesariamente iba a llegar, y se transformó en memoria. Es decir, en el reservorio ético y político de la izquierda y las izquierdas, en aquello que no pode- mos olvidar y que debemos revisitar si queremos retomar la lucha contra modelos desiguales y despiadados de sociedad. En segundo lugar, se instaló la pérdida de fe de mayorías sociales en que una revolución anti capitalista efectivamente traería bienestar y felicidad, y no terminaría en un baño de sangre y represión, o en una dictadura amurallada. Esa pérdida de fe colaboró en la resignación hacia “La pregunta abierta que dejó la caída del Muro de Berlín a fines del siglo XX y las demás crisis y derrotas de la izquierda en la segunda mitad de ese siglo es cómo reconstruir alternativas de cambio estructural que además de su valor ético y democrático, parezcan viables y confiables a las mayorías de la población”. 51 DOSSIER

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