Palabra Pública - N°10 2018 - Universidad de Chile

de la escritura. Esta tachadura enfatiza la ausencia, aquello que se escabulle es, pre- cisamente, el eje del texto. Uno de los grandes triunfos del patriarca- do es la anulación de la diferencia femeni- na, lo cual este poemario resalta. La pre- gunta que surge es ¿queda algo en pie? La respuesta es sí, queda esta voz que expone su destrucción. Llevando al límite tal vio- lencia, el poemario inscribe la voz como arma de contes- tación. El no silenciamiento implica entonces poesía, tes- timonio de existencia. La catástrofe es otra de las zonas revisitadas en esta es- critura. González la visua- liza a partir de la paradoja: “manteniendo la obsesión/ de buscar/ en la catástrofe/ algo similar/ a la libertad” (11). La catástrofe y la liber- tad generan un contraste, pero actúan al unísono. Estos versos dan cuenta por primera vez en el poemario de una voz lírica que aún desea, en este caso, alcanzar libertad, incluso convir- tiéndose en su propio verdugo: “apretar los dientes/ lanzar golpes al aire/ no- quear/ a la propia sombra/ en una calle desierta” (11-12). Mediante el recurso de la segunda per- sona, que genera un distanciamiento, se indica la actitud de defensa que adopta el o la sujeto líricx, quien reproduce la violencia de la que ha sido víctima. No- quear en este pequeño combate es dañar, sin embargo también es un triunfo nece- sario para la continuación del proceso de “Uno de los grandes triunfos del patriarcado es la anulación de la diferencia femenina, lo cual este poemario resalta. La pregunta que surge es ¿queda algo en pie? La respuesta es sí, queda esta voz que expone su destrucción”. epitafio de una vida mortuoria, corona y clausura toda posibilidad de tránsito hacia un estado posterior a la violencia, ya que incluso la escritura resulta parte de un pro- ceso de tortura. La complicidad entre la voz lírica y el contexto es permanente, la mirada se des- plaza por lugares de memoria decrépitos, cómplices de la ruina de la voz lírica y de los personajes que transitan por escena- rios tristes, bañados en un cromatismo herrumbroso: ancianos pobres, bares de- cadentes, hoteles que se caen a pedazos, un hogar pestilente, una pareja que se hunde en la vereda del horror, una niña de la mano con un pedófilo. González en- foca su mirada hacia un amplio universo de desamparados, fijos, detenidos por la indiferencia y el olvido. “El tiempo detenido/ la disciplina de no ol- vidar/ negar/ dejar atrás/ no invocar como estado/ ni la vigilia ni la abstinencia/ ja- más” (50). Estos versos cierran el volumen. El tiempo detenido es tiempo de muerte. “En la fijeza de la representación […] está la muerte”, señala Severo Sarduy, cita que me permite identificar una trayectoria de claudicación, entrega, derrota que clausura cualquier forma de vida. La escritura de Gladys González se ape- ga a la restricción del lenguaje, la caída del ornamento; en su reemplazo, el verso breve, elíptico, sinestésico, que oculta un simbolismo de pesares inabarcables, don- de la violencia todo lo corroe, generando derrotadxs que internalizan y duplican las pautas de exterminio, hacia el sí mismx. La memoria, entonces, habrá de ser cultivada, con rigor y sin vacilación, no para remon- tar el dolor, sino en tanto reafirmación de la caída y huella de una existencia. destrucción de la vida. En última instan- cia, esta parece ser la decisión de la voz lírica: autodestruirse es la única posibi- lidad de tener el control o de llevar las riendas de su existencia. Tal como había señalado anteriormente, el deseo se mantiene vivo en esta escritu- ra capaz de aguzar su mirada y encuadrar un pequeño instante: “detener la mirada/ y ver/ por la ventana/ del bus/ una brizna de hierba/ creciendo/ en una canaleta blan- ca/ de plástico/ fijar esa imagen/ y sentir- se dichoso” (37). La dicha, expresada en masculino surge al fi- jar la imagen; el fuera de este tiempo es el de la catástrofe en movi- miento, que despoja al sujeto de todo, me- nos de la opción de decidir sobre el cuer- po propio. En este tiempo de excepción, tatuar el cuerpo con escritura es atrapar el tiempo fugaz. Así dice: “cierta melancolía/ entre el deber / y el placer/ de vagar/ de perder el tiempo de continuar/ la ironía/ hasta desangrarse/tatuarse/ con una nava- ja oxidada/ la misma historia/ sin goce/ de saborear/ la médula de la vida” (18). Tener el control, mediante la escritura que se fija en la piel, implica el desangramiento del cuerpo tatuado. O su muerte, nunca gozosa, el costo necesario para acabar con el calvario. Si bien la voz lírica se sitúa al interior del dolor y la falta de expectati- vas, tiene absolutamente claro que: “solo se vive/ para escribir” (32). Esta suerte de P.31 Nº10 2018 / P.P.

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