Palabras de Roberto Hozven
Pontificia Universidad Católica de Chile
A Sonia Montecino
Pocas palabras, pero que abran lejanías—me dijo Carolina
Franch.
Comienzo con una constatación observada por José Ortega y
Gasset, en su estadía en Argentina en 1929. A Domingo
Faustino Sarmiento, a sus personajes: al cantor, al gaucho malo,
al baqueano, al rastreador, al mandón y a la intrigante, ambos
reencarnaciones de Juan Manuel de Rosas y su esposa,
Encarnación Ezcurra, cerebro de la Mazorca—la Manuela
Contreras de la Dina que sufrieron los argentinos del siglo
XIX—, Ortega testimonia encontrárselos a la vuelta de cada
esquina en Buenos Aires, en Córdoba o en la Pampa que
atravesó para venir a Chile. Así ocurre con el bestiario recreado
por Sonia Montecino: huachos, lachos, madres aplastantes de
protección, padres que aportan el espermatozoide, no la
cultura. Acaso sea éste uno de los logros de la antropología:
revivir la presencia de comunidades, sociedades y personajes
enterrados en el pretérito, idos en el tiempo; o desdeñados,
invisibles por aglomeración del espacio heteróclito de usos,
creencias y costumbres superpuestas del presente. La
antropología los desentierra y los percibe con los ojos del
primer día, venciendo las resistencias que nos privan de saber
lo que ya sabemos. De este modo reencontramos lo peculiar
nuestro, lo que nos recurre en la diversidad de cada día.
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