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Ética y técnica: ingeniería y ciudadanía
ca, cartesiana, procedente de un sujeto
autónomo en ejercicio de una “razón
soberana”. El problema se revierte si la
responsabilidad no viene tanto asociada
al modo de entender la práctica de un
saber o profesión, cuanto a los efectos
que el ejercicio de ese saber o profesión
provoca sobre el mundo natural y social.
En este caso, el titular de la responsabi-
lidad no es sólo el sujeto individual sino
el conjunto y cada uno de los miembros
de un grupo o corporación. Eso no ex-
cluye la titularidad individual del sujeto
moral, pero su importancia se desplaza
y con ello se resignifica la “ética” como
conducta pública.
Permítaseme todavía ilustrar esto con
un ejemplo: si no existe ninguna ley, or-
ganización social o instancia institucio-
nal capaz de respaldar eficazmente a un
profesional que ha notado, digamos, un
proceso industrial peligroso o detectado
un error de diseño que pone en riesgo
la seguridad o la salud de las personas,
exigirle que lo denuncie equivaldría a
pedirle que elija la cesantía. No consti-
tuye, en cambio, un gran heroísmo per-
sonal denunciar el riesgo cuando existen
instancias adecuadas con resguardo, in-
cluso premios para el denunciante, en
caso de que su advertencia sea debida-
mente comprobada.
El problema acerca del respeto debido
a una orden al interior de un grupo je-
rárquico, se ha planteado generalmente
en relación con los cuerpos militares: se
conoce como “obediencia debida”. Pero
algo análogo se plantea en la práctica de
la ingeniería al interior de una corpora-
ción, industria o de los mismos cuerpos
armados. La similitud consiste en que el
ingeniero dispone de un poder virtual
–de carácter técnico-profesional– que él
ejerce al interior de un cuerpo jerárqui-
co que le exige lealtad corporativa, se-
creto y obediencia.
La cuestión de los límites de la respon-
sabilidad se discutió mucho a raíz de los
juicios de Nuremberg y recobra vigen-
cia a propósito de las responsabilidades
militares en las violaciones a los dere-
chos fundamentales en las dictaduras.
Es ilustrativo al respecto recordar un
argumento que invocó en su descargo
Albert Speer, el ministro de armamen-
tos de Hitler, en Nurenberg. El alegó su
no responsabilidad directa en los hechos
imputados, admitiendo, sin embargo,
una responsabilidad colectiva de la diri-
gencia de su Partido, de la que él forma-
ba parte, con lo cual, implícitamente,
culpa a sus acusadores. Su “inocencia”
deriva de que, en materia penal, la res-
ponsabilidad recae en los individuos; no
hay culpa grupal o colectiva. En conse-
cuencia, el juicio que se le sigue es “po-
lítico”, inválido jurídicamente.
Pero Speer, en una entrevista titula-
da “
Technik und Macht
”–traducida
“
L’immoralité du pouvoir
”–, invoca un
argumento de un estilo curiosamente
heideggeriano. Sostiene que lo sucedido
en la Alemania nazi fue un efecto del
desenvolvimiento de la técnica moder-
na. En último término, afirma que los
horrores de la guerra fueron consecuen-