Libro pedagógico cancioneros populares

- 26 - Libro Pedagógico, Cancioneros Populares ese gran arco musical, los cancioneros podían incluir en un mismo ejemplar una serie de ritmos que suele identificarse con creaciones musicales propiamente chilenas, como cuecas, zamacuecas, esquinazos, cantares y tonadas, muchos de los cuales no habían nacido en el país y se habían aclimatado muy bien después de viajes largos de adaptaciones y variaciones (Spencer, 2007). Un aspecto que debe resaltarse sobre la cultura popular chilena de aquella época se desprende, justamente, de la gama musical recién indicada. Los sectores populares habían desarrollado un nacionalismo bastante fuerte, que en ocasiones se acercaba y en otras se distanciaba del proyecto de construcción nacional impulsado por el Estado y las elites desde instituciones como la escuela y el ejército, el cual se escenificaba y actualizaba en diversos rituales cívicos. Aquel “nacionalismo plebeyo” en ocasiones podía adquirir tintes bélicos, propulsados por las disputas de límites con los países fronterizos y la memoria de los recientes triunfos guerreros obtenidos por Chile. Sin embargo, una veta de esas características, chauvinista y arrogante, se diluye en gran medida en esta puerta a los gustos musicales del 1900, cuando da la impresión que se apreciaba las canciones por empatía e identificación con sus letras, sus ritmos y su potencial como baile, más que por su origen nacional. Con todo, los recursos gráficos y textuales de los impresos en cuestión alternaban entre la apelación patriótica y la apertura hacia lo americano. En el primer caso cabe situar títulos como La musa chilena (Quillota, 1906) y Cantares de mi patria (Santiago, 1911). Tales nombres, sin embargo, podrían ser engañosos, porque lejos de llenar sus páginas con ritmos de evocaciones vernáculas, incluían un abanico de composiciones latinoamericanas e incluso europeas. Los cancioneros no fueron el primer artefacto impreso donde se materializó un proceso de circulación transnacional de tales rasgos. A lo largo de todo el siglo XIX aquello se observa también en las partituras, las cuales se han asociado a la música de salón que cultivaron sobre todo las clases medias urbanas del continente. Estos eran impresos de medidas mucho mayores, puesto que incluían la notación musical de determinada composición para uno o dos instrumentos, por lo general piano o guitarra (Vera, 2012). Las partituras traían además grabados con cierta pretensión artística -no siempre bien lograda- que propiciaba su comercialización como objeto gráfico por parte de casas de música especializadas situadas a lo largo del país, uno de cuyos representantes con mayor perdurabilidad en el rubro fue el establecimiento de Carlos Brandt, fundado en Valparaíso en 1851, el cual tuvo luego sucursales en otras ciudades. Otro comercio de características similares, que ha llegado hasta la actualidad, es la capitalina Casa Amarilla de calle San Diego, que ya hacia 1920 tenía un gran surtido de instrumentos, impresos y artefactos para reproducir música (Claro Valdés, Peña y Quevedo, 2012, p.182). Por su parte, la mayoría de los cancioneros eran más modestos en su factura material y en los recursos gráficos empleados, además que traían solamente las letras y carecían de mayores instrucciones sobre la ejecución de las composiciones, salvo una indicación muy general: “cántese con la melodía de...” alguna obra musical muy difundida. De todas maneras, pueden situarse como un medio que propició tanto la diversificación de la oferta musical, como de los públicos que accedían a ella. Esta modalidad de compilación de letras musicales cubría una parte muy significativa de nuestro cambiante territorio, que había crecido merced a las armas y la ambición expansionista de los sectores dirigentes: por el

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