Palabra Pública N° 24 2021 - Universidad de Chile

cho después de estas elecciones, dos ejemplos notables de la narrativa del reencuentro generacional: Carolina Tohá interpelando a sus camaradas de centroizquierda como si le hablara a unos padres incapaces de comprender y rela- cionarse con sus hijos adolescentes una vez que dejaron de serlo, y Daniel Matamala ofreciendo la imagen de un Bo- ric «hijo pródigo» que se fue de la casa familiar «pegando portazos» pero que ahora vuelve bendecido por su «padre Lagos» y su «madre Bachelet». No podemos lidiar con el día a día sin contarnos his- torias. Nos pasan cosas inesperadas, dolores cuyas razones no podemos explicar y alegrías que nos gusta considerar fruto de nuestras decisiones pero que sabemos fortuitas, y por lo mismo, momentos frágiles y potencialmente efí- meros. Buena parte de nuestra experiencia es un misterio, partiendo por lo que hacen los demás, en especial cuando estimamos que nos afecta inmerecidamente. Ahí están las historias —los mitos, las leyendas, las fábulas— para hacer todo eso más llevadero. Pero el límite entre los cuentos que nos contamos para reducir la complejidad de nuestra expe- riencia y el autoengaño es muy difuso. El movimiento que puso a Gabriel Boric en La Moneda fue desde el primer momento un movimiento intergene- racional. Su germen, claro, fue el movimiento estudiantil universitario. Pero esa experiencia por sí sola no explica todo lo que vino después. Ni siquiera alcanza para com- prender el movimiento estudiantil como tal. Lo de 2011 no fue solamente un levantamiento de estudiantes. Fue el inicio de un acelerado pero zigzagueante proceso de en- cuentro entre personas de distintas generaciones y contex- tos sociales, personas y grupos más o menos —o nada— organizados que se reconocieron pares en la necesidad de crear condiciones de vida más dignas. Si las y los dirigentes de los estudiantes universitarios fuimos los exponentes más visibles de esa heterogénea multitud, es porque fue la for- ma que esa multitud encontró para comenzar a expresar- se de manera legítima. No fuimos más que personajes de una historia compleja, rostros de un relato coral que con el tiempo sabría dar lugar a muchas más voces. *** El adormecimiento del que hablaba sigue aquí, así que no estoy en condiciones de «irme de tesis». Tengo apenas algunas fotos. Escenas que no dan para una historia redon- da y completamente coherente, pero que atesoro porque hablan no de cómo una generación se erigió como repre- sentante de otras, sino de cómo una generación fue trans- formada y en ese transformarse terminó fundida con algo mucho más grande. Es octubre de 2011 y estamos en París. Camila Vallejo, Giorgio Jackson y yo le hablamos en la Sorbonne a un au- ditorio lleno de estudiantes y, sobre todo, de personas ma- yores. La mayoría son exiliadas e hijos e hijas del exilio. Hay más cabezas canosas que todas las negras, rubias y castañas sumadas, y sabemos que en ellas abundan las secuelas no del paso del tiempo sino de cosas mucho peores: el destierro, la prisión, las ausencias, la tortura. No tiene sentido hablar de las demandas del movimiento estudiantil, de lo justo de la gratuidad y del sinsentido del lucro en la educación. Nuestra lucha es también la de ustedes, atino a decir, pero la obviedad es del tamaño del auditorio. Cualquier palabra está de más. Se hace un silencio que conmueve como un abrazo multitudinario. Me gustaría decir que estas cosas las conversamos con Camila y Giorgio en su momento, pero no sería del todo cierto. Lo vivimos, lo sentimos, sí, pero no recuerdo que a esa experiencia le hayamos puesto muchas palabras. Mu- chas veces nos miramos y nos descubrimos conmovidos, suspirando para liberar una emoción que subía con pinta de convertirse en lágrima. Pero no recuerdo que le hayamos puesto nombre. Lo que sí recuerdo es que nos dio fuerza. Y ahora tengo claro que nos cambió para siempre. Otras escenas que se me vienen a la mente muestran cómo nuestra generación, además de comenzar a ser parte de algo social e históricamente más grande, concentra en su interior esa diversidad con toda su historia de traumas y antagonismos. Es mayo de 2013 y recibo una carta de Jorin Pilowsky. Me pide compartirla con el «c. Boric», en ese entonces ya expresidente de la FECh. La carta es una respuesta a otra, de Miguel Lawner, titulada «En donde se cuenta cómo el anticomunismo le escamoteó a la Jota otras elecciones de la FECh», en la que nos acusaba de haber ganado la federa- ción gracias a la derecha y por representar al «infantilismo revolucionario». Pilowsky integró el Comité Ejecutivo de la FECh de 1948, elegido por las Juventudes Comunistas junto con Fernando Ortiz. Su carta, presentada como una «polémica entre compañeros de ideales», habla del «mun- do de distancia» que separa las elecciones FECh de 1948 y 2011 para refutar a Lawner y defender el triunfo auto- nomista de Gabriel. Su argumentación es pulcra y hasta cariñosa, y la despliega paseándose por González Videla y la invasión soviética de Checoslovaquia y Afganistán, por la DINA y El Mercurio , por el acuerdo Concertación-derecha contra la revolución pingüina y las «legítimas discrepancias en el seno del pueblo». Avanzando un par de años, me topo con tensiones más íntimas que no terminan de conmover porque todavía son dolorosas. Es una noche de agosto de 2015 en Punta Are- nas y con Gabriel caminamos de regreso a su casa. Acaba de terminar una junta con compañeras y compañeros que pronto conformarán la base autonomista de la región de Magallanes. Por supuesto, hace un frío atroz. Pero más hela- da está nuestra relación. La convergencia entre los distintos grupos autonomistas navega a toda vela hacia su naufragio, y si bien las recriminaciones todavía no afloran a la super- ficie, el daño es irreversible y esa noche asoma la punta del iceberg: que sectario, que caudillo, que electoralista, que tu soberbia intelectual es insoportable; que no somos sangre 7

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