Palabra Pública N°21 2021 - Universidad de Chile

El padre de uno de mis más queridos amigos de la adolescencia, genial y respetado científico institutano, dijo algo así como que lo único que había aprendido en el liceo fue a mentir. Todos eran estúpidos salvo nosotros. Por eso que nos hayan enseñado a mentir era tan terrible. Porque la idea era que fuésemos portadores o estafetas de la verdad. Y así como había algunos que nos aleonaban para salir campeones de la vida y casarnos con mujeres rubias, también había otros que nos quisieron sin más, porque compartimos un espacio por un tiempo dado, con respeto, empatía y, naturalmente, resignación. La real ex- cepción del Instituto Nacional eran sus profesores, que llevaron generaciones de las más duras carestías a la segu- ridad y la opulencia. Asistíamos a los cursos, jugábamos a la pelota, íbamos a paseos, pero a la hora de los quiubo , el que le ponía el nombre a la prueba era cada uno de los muchachos que fuimos. Aun así, todo lo más importante, lo más hermoso y lo más vil lo vi durante esos años en el Instituto Nacio- nal, un universo en miniatura, con su irracional fuerza, en el que siempre estuvo el colectivo. Por eso, no sé si valió la pena el esfuerzo que hicieron en uniformarnos, siendo que lo excepcional era justamente la diferencia, lo raro era que tanta gente distinta conviviera día a día, por años. Esto, además, tiene algo de secta, por supuesto, y esa idea está marcada por la excepcionalidad de su creación en el país que lo acogería como símbolo bajo un lema: Labor omnia vincit , el trabajo todo lo vence. Pero el trabajo no puede vencerlo todo. No vence el odio a los pobres, a los mapuche, a les LGBTIQ+, a los fracasados, a los mediocres, a los normales. Porque ser un alumno del Instituto Nacional no era ser normal, éramos una élite que debía guiar al país a su futuro laico, iguali- tario y científico. Hijos excepcionales de padres normales, o, más bien, padres normales que buscaban la excepción en sus hijos. Una élite sin mujeres, donde la matemática, la ciencia y la literatura no existía para agradar a las ma- dres, donde ser mamón era una señal de envilecimiento por modorra e infantilismo tardío. No, el institutano te- nía que ser macho, líder, valiente, bueno para los combos. Un cowboy . Por suerte, la mayoría no lo fuimos. Por suer- te, la mayoría terminamos aceptando que está bien ser normales, mediocres; que tampoco es la gran cosa el éxito. Somos solo simios, aunque no tan solo. Entré al Instituto Nacional en 1995, el mismo año en que fue publicado el libro de cuentos Primer tiempo , de Carlos Cerda. En dos de estas ficciones los espacios predominantes son el Instituto Nacional y el centro de Santiago. En “Iniciación” y “El Führer”, el autor trabaja dos temas fundamentales para la vida de los jóvenes de cualquier edad: las primeras veces y el control, represen- tados, respectivamente, por Lorena y Mario —una estu- diante del Liceo 1 y un alumno del Instituto Nacional— y el Führer —un estudiante universitario, que por una decepción amorosa y posterior colapso se transforma en el inspector más brutal del liceo—. Esta fascinación no es nueva y ha sido desarrollada con maestría por Alejandro Zambra, Antonio Skármeta y José Leandro Urbina, entre otros escritores institutanos. “Iniciación” habla, entre otras cosas, de los primeros amores, como si el enamoramiento fuera el motor del cuento, pero también su condena, porque Lorena solo existe como sujeto que espera y ansía encontrar la com- pletitud en Mario. Este cuento tiene pasajes extraordina- rios que podrían haber ocurrido en 2006, en 2011 o en 2019, de brutalidad policial, de desprecio ciudadano por la manifestación y, por sobre todo, de conjura, de la or- ganización secreta de los estudiantes. Aun así, este cuento incluye una lección de mansplaining que representa fabu- losamente el espíritu institutano: ¿No leyeron Sub terra ? ¿No? Y Lorena, lo conozco de nom- bre, y Mario, tienes que leerlo, nosotros lo leíamos en clases ¿ustedes no? No. La profesora de castellano dijo que no era lectura para señoritas, y Mario y Fernando se ríen, claro, ese era el problema, en el Instituto se había leído, pero no en todos los cursos, ellos tenían la suerte de tener castellano con Juan Godoy, ¿lo conocía? ¿No? Un escritor macanudo, que muestra la vida como es, dice Mario categórico, y Lorena piensa él sabe la vida cómo es. “La vida como es” ya cayó. Lo curioso es que el frag- mento es tan preciso que podría incluso funcionar como antídoto a tales vicios, si se pudiese prescribir la literatura como si fuera una droga. Pero no, querido Derrida, este pharmakon no puede prescribirse, es voluntario y gozoso. Como ese año 1995, cuando también disfrutamos de ver jugar a la muchacha más extraordinaria para la pelota en la calle Quirihue: “Maradona”, como le decía mi papá. Irrealidades o, quizás, raptos de la imaginación para co- nectarnos con el futuro. Esos partidos que le vimos co- brarían sentido quince años después, cuando comencé a jugar fútbol mixto. ¿Cómo hubiera sido la selección mixta del liceo en tenis de mesa, fútbol o atletismo? Mucho más entretenida que lo que vivimos, de seguro. Lo que no cambia se detiene y muere. Hay mucho instinto en el hábito y mucho hábito en el instinto. Por eso cambiamos y la juventud es siempre distinta y pareci- da, con sus contradicciones y deslumbramientos, porque tenemos que cambiar, porque podemos cambiar y lo están haciendo, muchaches, ahora que ese espacio tan cargado de historia —es decir, de dolor y de esperanza— es suyo. Lo que más me emociona es que todo será distinto a lo que vivimos nosotros y tantas generaciones de instituta- nos, y que para hacer su propio instituto tendrán que des- truir el que vivimos nosotros. JUAN MANUEL SILVA Poeta y editor. Ha publicado, entre otros libros, Trasandino (2012), Italia 90 (2015), Acerca de personas (2016), Ornitomancia (2017) y Exterminio (2019). 47

RkJQdWJsaXNoZXIy Mzc3MTg=