Palabra Pública N°21 2021 - Universidad de Chile

na de las estrategias predilectas para sobrevivir a la pandemia ha sido fingir que no pasa nada, habitar y trabajar al ritmo de los viejos tiempos a pesar de estar en un paisaje en el que —por robarle una hipérbole a Walter Benjamin— todo, menos las nubes, ha cambiado. Y no solo eso: fingir que no pasa nada ha sido una de las formas en que el capitalismo ha buscado protegerse hasta que, supuestamente, todo acabe y volvamos a lo que entendemos por normalidad . Mientras científicos y expertos insisten en que se avecinan mutaciones virales, que la crisis climática traerá más desastres; políticos, autoridades y empresarios en todo el mundo repiten con entusiasmo que este período será solo un paréntesis. Ese es el momento, dice Sara Ahmed (Salford, 1969), en que hay que arruinar la fiesta: “Ocultar o protegerse mirando el lado positivo de las cosas supone eludir aquello que podría hacer peligrar al mundo tal como lo conocernos”, advierte en La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría (2019), uno de sus ensayos más importantes y en el que asegura que, en un mundo neoliberal saturado de narrativas optimistas, aguar la fiesta significa “hacer lugar a otra vida, a la posibilidad, a la oportunidad”. —La pandemia ha traído al hogar la crueldad abyecta de las desigualdades mundiales —afirma Ahmed desde Cambridgeshire, Inglaterra, días después de terminar de corregir su próximo libro, Complaint! , sobre la queja y su relevancia política ante los abusos de poder—, pero también nos ha enseñado que es posible organizar nuestro trabajo, nuestros mundos, de otras maneras. No hace falta una pandemia para aprender lo que es posible. Pienso en un político australiano que dijo que podríamos “volver” a las viejas costumbres. Eso es lo último que necesitamos. Tenemos que romper con esos apegos que (la crítica cultural estadouniden- se) Lauren Berlant describió tan bien como “optimismo cruel”, porque para muchos, para la mayoría, las viejas formas de trabajar ya no funcionan. Ahmed sabe perfectamente lo que esconden esas retóricas felices: desde hace casi tres décadas estudia la relevancia política de los afectos y las emociones en el capitalismo, el uso y abuso del imperativo de la felicidad y la instrumentalización del miedo, la vergüenza o el odio; pero también el potencial que tienen los repertorios del malestar como formas de transformación social. La negatividad, para Ahmed, no sería puro placer nihilista, sino una manera de cuestionar el statu quo , de romper con un pensamiento positivo y acrítico que mantiene el orden de las cosas. Ahí están las disidencias sexuales y los feminismos para confirmarlo, dos movimientos de los que ella misma es parte: levantar la voz para disentir y reclamar han sido armas políticas que han ayudado a desarmar las viejas estructuras del patriarcado y la heteronorma. En Complaint! , de hecho, entiende la queja como una pedagogía feminista —quejarse frente al acoso y las desigualdades de género ha permitido cambiar la realidad de las muje- res—, y en Vivir una vida feminista , libro recién publicado en español por Caja Negra Edi- tora, escribe que el feminismo es “adquirir una voz y hacerse audible”, como ocurrió con los movimientos MeToo y Ni una menos, que crearon en varios rincones del mundo ciertos es- pacios de seguridad para las mujeres. Pero así como llegan los cambios, también llega la resis- tencia, advierte Ahmed, quien sospecha de la popularidad que logró el concepto de “cultura de la cancelación” —como se llama a los boicots o castigos públicos a personas que han sido denunciadas por alguna conducta repudiable— en medios y redes sociales: ahí, dice, hay algo más que un rechazo al escarnio público o una defensa a la libertad de expresión, según el caso. —Creo que la cultura de la cancelación se ha convertido en un tema por una razón: se usa para crear la impresión de que el propósito o el sentido del feminismo es prohibir cosas y ter- minar con ellas. No me malinterpretes: queremos que se acaben algunas cosas, como el acoso, por ejemplo. Pero muy a menudo se utiliza la cultura de la cancelación para crear la impresión de que todo lo que hacemos al pedir cambios en la conducta es cancelar lo que otras perso- 12

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