Palabra Pública N°20 2021 - Universidad de Chile

las culturas y los patrimonios no es retórica ni casual. La respondió en su momento la propia ministra del área, al señalar que no se trataba de un ámbito prioritario, o cuando este año el gasto en cultura se tradujo en un 0,3%, lejos del 2% que la UNESCO recomienda como piso; o cuando el Observatorio de Políticas Culturales nos dice que el 81% de los trabaja- dores de la cultura encuestados en Chile sufrió una disminución o el cese de sus actividades y el 54% no obtuvo ayuda en medio de la crisis, a diferencia de países europeos donde los Es- tados ayudaron al sector, como la Alemania de Merkel, que anunció un aporte de alrededor de 2.100 millones de euros para la cultura. Y es que no basta que el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Hu- manos señale que “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a par- ticipar en el progreso científico y en los be- neficios que de él resulten”. Es letra muerta, al menos en Chile, donde los creadores están condenados a concursar/competir por recur- sos estatales; donde el analfabetismo funcio- nal es alarmante; y donde en plena pandemia se abren las puertas de los centros comerciales, no de las industrias culturales que alimentan el alma, sino de aquellas que nutren las arcas de los grandes empresarios, asumiendo que un mall abierto es menos peligroso que un teatro, una librería o una sala de conciertos con afo- ros limitados. Pero hablar de cultura o esgrimir la nece- sidad de que los derechos culturales estén en la nueva Constitución implica asumirnos en una diversidad y pluralidad que va más allá de los cánones formales con que se expresa “lo cultural”. Significa re-conocer territorios, et- nias y disidencias sexuales. Nos exige re-mirar y re-democratizar las dimensiones artísticas, culturales y patrimoniales que nos constitu- yen, sobre todo en tanto comunidades críti- cas, complejas y problematizadoras. Nos demanda interpelar al poder que no tolera los trazos y las obras del arte callejero en medio de un estallido social, y que, am- parándose en la impunidad de los toques de queda, los borra, como si con ello desapare- cieran las causas que lo originaron. O denun- ciar las amenazas a quienes dibujan con luz las palabras “hambre” o “pueblo”, como ocurrió con los hermanos Gana; o reaccionar ante las querellas contra LasTesis y sus performances contra la violencia machista, por citar ejem- plos recientes. En definitiva, si hablamos de derechos culturales en la nueva Constitución debemos prepararnos para luchar por ampliar los már- genes de la libertad de expresión y de creación; por ensanchar los límites de la democracia; por asegurar el acceso amplio de los territo- rios a cada una de estas manifestaciones; por asumir que sin libros, sin cine, sin teatro, sin música, sin filosofía, sin grafitis, sin Lemebel estampando un beso en la boca de un rector o de un cantante, la vida puede ser la letra muerta de una mala canción o una horrible caricatura de sí misma. Como ocurrió en 1992, cuando una gran mole de hielo, blanca, sin identidades ni me- morias, fue la representación cultural de Chile en la famosa Expo de Sevilla. Eran los inicios de la transición, Chile se mostraba como un país blanco, frío, sin memoria, sin dolores, sin historia. “El iceberg de Sevilla” se levantaba, así, como una metáfora de la simulación. Sin embargo, treinta años después, la faz sumergi- da de ese iceberg estalló. 5

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