Palabra Pública N°20 2021 - Universidad de Chile

“Profesar ideas progresistas no extirpa el clasismo cultural. Progresismo y clasismo anidan en distintas esferas: el primero, en tanto ideas e imaginarios, en la razón; el segundo, como práctica cotidiana, en las costumbres, los gustos y el trato”. R eaccionarismo y fascismo son amantes bandidos. Adúlteros inces- tuosos, su romance germina en un match malherido: la desazón irracional ante las transformaciones sociales. Desde Hitler lector de Spengler a Donald Trump, o Alberto Edwards y su elegía a la aristocracia del ayer hasta Jaime Eyzaguirre —gurú de la intelli- gentsia golpista—, el diagnóstico es similar: un presente de deca- dencia tras haber sido increíblemente excepcionales. La degenera- ción, siempre, es culpa de los cambios culturales traídos por una —¿cómo se dice?— invasión alienígena: el contacto con lo nuevo, con lo foráneo, con lo diverso o con lo popular; otras culturas, otras economías, otros grupos históricamente excluidos. Migración, globalización y democratización son, para los conservadores, los ovnis de la decadencia. La cultura, las artes, incluso la academia, no son inmunes a la nostalgia conservadora. Aunque sus participantes enarbolen ideas progresistas, un pe- simismo los acosa: la decadencia o pauperización de la cultura. En su caso no se trata, necesariamente, de fascismo o de reaccionarismo. Es, más bien, otra actitud, propia de sociedades cuyos procesos de modernización, en vez de subvertir, profundizaron la segregación de clases: el elitismo cultural e intelec- tual. Sus expresiones son diversas. A veces fragosas de columbrar y de calibrar. Acudamos a ejemplos. ¿Qué une a Julio Cortázar con Quilapayún, o a José María Arguedas con la banda británica Jamiroquai? El clasismo y el elitismo cultural a los primeros, la imputa- ción de simplismo artístico a los últimos. En 1969, desde París, Cortázar refutó el reproche del peruano a su cosmopolitismo. Cortázar, universalis- ta en sus tópicos, desdeñó el énfasis en lo “autóctono” reclamado por Arguedas, quien aprendió el quechua antes que el español: “Tú estás tocando una quena en Perú mientras yo dirijo una orquesta en París”. Certera y artera metonimia cortazariana: no hay orquesta con “las cinco notas de una quena”. Poco después, Arguedas, por años deprimido, se pegó un tiro. Son los días de Cortá- zar atrincherado en la defensa de la revolución cubana contra los embates imperialistas. A medio siglo del desaire, la quena simboliza lo docto al lado de la simplis- ta música electrónica. Quilapayún, exiliados en Francia durante la dictadura, compusieron con las “cinco notas” acordes dignos de filarmónica: la Cantata de Santa María en 1969. Pero en 2018, con el fervor por Jamiroquai en el Festival de Viña, los arguedianos Quilapayún vivieron su minuto cortazariano: “Jamiroquai toca media hora repitiendo incansablemente dos acordes… ade- más, nuestros ponchos son infinitamente más elegantes y de buen gusto que su vestimenta de payaso”. Profesar ideas progresistas no extirpa el clasismo cultural. Progresismo y clasismo anidan en distintas esferas: el primero, en tanto ideas e imaginarios, en la razón; el segundo, como práctica cotidiana, en las costumbres, los gus- tos y el trato. Alberto Mayol, teórico del fracaso del modelo chileno, no quiso ser menos. Invitado a una partida de videojuegos online (experiencia simbólica y punto de encuentro fugaz en la era digital), el profeta del derrumbe desistió tajante: “Creo en la gente seria que dedica su tiempo a las más elevadas expresiones de la natu- raleza. Eso no incluye los juegos”. ¿Qué son esas “más elevadas expresiones”? Su- pongo que la alta cultura: arte de museo, literatura para iniciados, música docta, cine arte. Las otras formas culturales son, por tanto, bajas, poco “serias”. Y “alienadas”, propias de una sociedad consumista, donde las modalidades letradas de la cultura, ante la destruc- ción de la escuela pública, devinieron un privilegio de clase. Mínimos intransables en la for- malización jurídica del nuevo pacto: el acceso democrático a los bienes culturales, el fomento de diversas expresiones artísticas (altas, masivas, populares, indígenas), el derecho efectivo a una educación gratuita, no sexista y de calidad. Es la escuela donde se adquieren las herramien- tas simbólicas para la participación crítica y cultural en la sociedad. La educación debe igualar, no distan- ciar a ricos de pobres desde la niñez, como ocurre hoy. Sólo entonces las distintas modalidades de la cultura serán posibles para cualquiera. Sólo entonces cultivar formas sofisticadas, masivas o populares será una opción democrática, no una herencia de cla- se —en el caso de la alta cultura— o una apropiación creativa del escaso repertorio disponible. El cambio de nuestras costum- bres y prejuicios no vendrá de la ley. Eso es más profundo. Social y cultu- ral, en sentido amplio: los modos de dotar de sentido nuestro entorno y de relacionarnos con el otro. De en- trada, abandonar el elitismo cultu- ral. Cierto, existen obras cuyo mayor rigor estético y reflexivo ramifica el 38

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