Palabra Pública N°17 2020 - Universidad de Chile

1 No fuimos la excepción. El virus llegó con el fin de las vacaciones y el inicio de un año que se anunciaba altamente politizado/polarizado, que enfrentaría con el plebiscito de abril la primera prueba de fuego de mu- chas otras que demandaba el momento constituyente en el que Chile había entrado luego del estallido social de octubre último. El clima político y social de inicios de marzo era de ex- pectación. Las rutinas de los principales artistas que a fines de febrero subieron al escenario del Festival Internacional de la Canción de Viña del Mar apoyando, aplaudiendo, coreando las demandas y consignas de las masivas protes- tas que desde el 18 de octubre dieron origen a un proceso social y político inédito en la historia de nuestro país, aún resonaban en los oídos de cientos de miles que apostaban/ apostábamos a que el 2020 sería un año distinto. Porque, se decía/veía, Chile despertó, y se instalaban en el centro del debate las pensiones miserables, la salud y educación transformadas en negocios, las desigualdades sociales, la concentración de la riqueza, la debilidad del Estado y la necesidad de una nueva Constitución para un nuevo pacto social, a la altura del nuevo país que emergía/ asomaba/irrumpía. 2 La pantalla está dividida en dos. En una, el actor Héctor Noguera mira a la cámara y le habla a una audiencia que, a esa hora, cerca de la medianoche de fines de abril, está en su casa en medio del toque de queda patrullado por MATAR A LOS VIEJOS POR FARIDE ZERÁN Vicerrectora de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile COLUMNA militares; ahora, en el Chile pandémico, se ha decreta- do estado de catástrofe por 90 días y desde La Moneda se suceden a diario los reportes que indican las cifras de muertos y contagiados por el maldito virus. Noguera es el octogenario don Aníbal en la serie Historias de cuarentena que transmite la señal abierta de Mega, y le pregunta a su psicólogo, interpretado por el actor Francisco Melo, si no se ha percatado de que cada vez que el ministro o una autoridad de salud aparecen para “dar los cómputos de los muertos”, lo primero que hacen es apurarse en decir que son viejos, en decir “mire, lamento el fallecimiento de doce personas, pero… ¡diez de ellos eran viejos! ¡Como si eso no importara, como si los viejos no contaran, como si los muertos fueran dos! ¿Ha visto usted algo más grosero?”, reclama Aníbal. Mientras escucho ese alegato pienso en el ejercicio epistolar emprendido por algunos connotados colegas a través de las páginas de El Mercurio, donde luego de declararse satisfechos de sus existencias, nietos incluidos, cedían desde la sección Cartas al Director sus eventuales respiradores mecánicos en un gesto que si bien podía es- tar motivado por el altruismo, despojaba del derecho a la vida y a la salud a un sector importante de la población, reduciéndolo a lo que don Aníbal reclamaba: en medio de la pandemia, los viejos no importan. 3 Era inicios de abril y la escena sorprendió a todos. En medio de una cuarentena total decretada por el Minsal en la comuna de Santiago y gran parte de las del sector “Porque el hombre viejo está más bien fuera que dentro de nosotros; el hombre viejo lo alimenta y sostiene la sociedad que nos rodea y nos lo impone”. (Miguel de Unamuno, citado en la novela Matar a los viejos de Carlos Droguett) 4

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