Palabra Pública N°17 2020 - Universidad de Chile

POR ÓSCAR CONTARDO D urante treinta años el futuro consistía en lograr crecimiento económico y poco más que eso. Era un ábrete sésamo que cada tanto los dirigentes políticos y los economistas nos recorda- ban, como una tarea pendiente que nunca se acababa y que dependía de todos mantener al día. Debíamos confiar, ellos sabían, ellos habían recuperado la democracia, ellos habían transformado un país pobre y castigado por una dictadura severa, en un modelo de hacer dinero. Váyanse a sus casas, dejen todo en nuestras manos, aquí vemos cómo nos vamos arreglando, apártense. Eso fuimos haciendo, tal como nos sugirieron, fuimos mirando desde lejos, como ni- ños que contemplan a los adultos discutir a la distancia sobre cosas de grandes; regresamos a casa, prendimos la televisión, descubrimos los centros comerciales, estrenamos las tarjetas de crédito, compramos lo que nunca antes pudimos y nos aturdimos con un entusiasmo ajeno que brillaba en el fulgor de las tasas de crecimiento anunciadas en las páginas económicas que informaban día a día de un despegue que nos elevaría hasta ver nuevos horizontes. En eso confiábamos, en montarnos en un cohete impulsado por las torres de oficinas que se levantaban en Apoquindo, se amontonaban en El Bosque Norte, trepaban hacia el oriente en un rastro de riqueza que se hacía un lugar en los nuevos barrios, los comerciales de las grandes tiendas y, en el mejor de los casos, las alzas periódicas del precio del cobre. Eso era lo único que nos convocaba a todos por igual. El resto importaba poco, casi nada. Había que dejar hacer. La lógica del crecimiento económico demandaba deshacer nudos, diluir los puntos de en- cuentro, separar la paja del trigo y establecer un precio a las puertas de ingreso al porvenir. Una nueva lengua de oferta y demanda le pondría un valor monetario a cada aspecto de la vida; era el idioma que debíamos hablar, qué duda cabe. Cada quién en su dialecto, cada oveja con su pareja. Habría chilenos y chilenas de liceo público, de copago, de colegio privado y colegio de élite. Los habría indigentes, de Fonasa y de Isapre, de micro, colectivo y autopista; chilenos de condominio, de casas chubi, de villas emergentes y barrios narcos; de contrato, contrata, boleteo y ambulantes. Un laminado fino que nos iba separando, fundiendo la convivencia en un magma de irritación y disgusto. Pero había que confiar. Tanta fue la insistencia en la unanimidad, en el valor de los consensos, que le fuimos perdiendo el gusto al acto de votar. Si en 1988 el tramo de ciudadanos entre dieciocho y veinticuatro años inscritos en los registros electorales alcanzaba el 20% del total, en las parlamentarias de 1993 descendió al 13%. El 2001, los inscritos en el mismo tramo de edad llegaban sólo al 3,4%. La participación se fue desplomando en la medida en que la desconfianza en las instituciones crecía. Sin embargo, pese a todas las señales, el discurso oficial era que en Chile las instituciones funcio- ABUSOS de 14

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