Palabra Pública N°14 2019 - Universidad de Chile

igualmente públicos. Muchas de nuestras universida- des privadas se declaran públicas sólo para tener un lugar en la fila de aquellas que reciben financiamien- to público, pero son sumamente privadas a la hora de sus profesiones de fe, de su gestión, de la contratación y régimen laboral de su personal docente y adminis- trativo, de la discrecional selección de sus estudian- tes, del retiro directo o indirecto de utilidades por parte de sus dueños, y así. Pensando sólo en las universidades estatales –que no son ciertamente las únicas públicas–, lo cierto es que evaluarlas hoy, y también ayer, no es posible sin tener presente el hecho de que la legislación univer- sitaria de la década de los 80, así como las políticas públicas que en materia de educación superior im- plementó la dictadura, buscaron de manera no con- fesada, aunque sí cierta y evidente para cualquiera, sustituir ese tipo de instituciones por la oferta pri- vada, en la lógica de que la satisfacción de derechos fundamentales de las personas –a la atención sanita- ria, a la educación, a una previsión oportuna y justa– debía ser transformada en una nueva oportunidad de negocios para inversionistas privados cuyo objetivo principal, naturalmente, es siempre el mismo: maxi- mizar sus beneficios propios. —¿Cuál es su posición frente a la discusión que ha originado en ciertos círculos la “sacraliza- ción” de los papers como la forma más validada de producir conocimiento? —Hoy los académicos universitarios no tienen “obra”, tampoco “cumplimiento”, lo que tienen es “productividad”, y ello porque el sentido común neoliberal imperante ha traído consigo la hegemo- nía de la economía sobre cualquier otro saber, y desde luego sobre la política, consiguiendo imponer las categorías de análisis y el lenguaje propios de la economía aun en campos que no son económicos o que no son exclusivamente económicos. ¿En qué momento consentimos en llamar “capital cultural” al nivel educacional alcanzado por las personas, en qué momento “capital social” a nuestros vínculos con otras personas, en qué momento los padres tra- bajadores de nuestros estudiantes se transformaron en “recursos humanos”, y en qué momento los ciu- dadanos que votan por un determinado candidato son el “capital político” de éste? En las universidades los académicos de jornada completa dedican hoy mucho tiempo a escribir pa- pers que les den puntaje ante sus superiores u organis- mos científicos externos, y más tiempo aún a reunir y calcular los puntos que deben alcanzar semestral- mente con su trabajo como investigadores y docen- tes. Contabilidad académica, podríamos llamar a eso. Aunque también es cierto que al interior de las universidades suele haber algunos desaprensivos que creen que están allí sólo para pensar interminable- mente en sus propios asuntos y que nadie tiene el derecho de controlarlos ni ellos de mostrar que están haciendo efectivamente algo por sus estudiantes y por la sociedad. Cierto ocio es propio de la vida inte- lectual, pero no hay que confundir ocio con pereza. —¿Piensa que se abusa de la medición de de- terminados indicadores para evaluar el trabajo académico? —Hay una manía hoy de turno: intentar medirlo todo y, lo peor, con una misma vara. Si hasta la feli- cidad está siendo medida. Creo que Chile anda por el lugar 23 en el ranking de felicidad de los países. ¿Han visto ustedes tamaño disparate? Se hacen tam- bién canastas básicas de felicidad –otro disparate– y lo único que puedo decir es que en mi caso pongan una jornada semanal en el hipódromo y que Santiago Wanderers de Valparaíso esté en primera división. Hay políticos que pregonan un derecho a la feli- cidad, lo cual es un disparate más. Derecho a la bús- queda de la felicidad, sí, ¿pero derecho a la felicidad misma? Comparativamente con eso, lo que hay no es un derecho a la salud, o sea, a estar siempre sano, sino un derecho a la atención sanitaria, tanto preventiva como curativa. Si hubiera un derecho a la salud y un derecho a la felicidad, cualquiera que agarre una influenza o le haya ido mal en su vida familiar po- dría instalarse con pancartas frente a La Moneda o el Congreso en Valparaíso. Hay incluso países que ya presas del delirio han creado ministerios de la felicidad. ¿Dejaría cualquiera de nosotros su felicidad en manos de un ministerio? ¡Dios nos libre! 57 DOSSIER

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