Palabra Pública - N°11 2018 - Universidad de Chile

P.25 Nº11 2018 / P.P. Las memorias de Ana González ya no desvelan más a su autora. Están ahí, listas para ser publicadas, urdidas una tras otras; poéticas, desgarradas, firmes como hilos recobrados del siglo XX y el XXI. volver jamás Manuel, quien fue dirigente gremial de los gráficos, presidente de los sindicatos de la Editorial Universitaria y Editorial Nascimento, y presidente de las Juntas de Abastecimiento y Control de Precios (JAP) de San Miguel. Todos, in- cluida Ana, nunca dejaron de ser militan- tes del Partido Comunista. Ana, dirigenta de base, presidenta de la junta de vecinos, vivió para organizar y buscar la forma de derribar las desigualdades sociales. Después de ese 30 de abril no quedó nada más que el silencio de afuera, de la calle sin confianza, delante de esa reja que permane- ce clausurada con una gran cadena. Se ce- rró así porque el sonido del picaporte hacía temblar a Ana a diario con un ruido falso, el mismo ruido que eternizó a la dictadura. Una puerta que sólo se abrirá cuando re- gresen. Un mar de Tocopilla a Santiago Su casa en San Joaquín es bajita y flan- queada por un árbol invernal cubierto de flores de plástico, pequeñas, como en el sur. Es una casa abierta de par en par en su interior, porque su hija Patricia decidió regresar desde Argentina para abrirla a quienes quieran escuchar sobre la tragedia y sobre esa nobleza altiva que significa “lu- char con alegría”. Sting, Joan Manuel Serrat, Gladys Marín, “la Tencha”, José Miguel Varas (“salíamos a almorzar con él y su señora, Iris Largo; yo lo quería mucho”) y tantos más se ubican en las paredes como imágenes sin tiempo, aferrados a esta casa que se niega a ser pasado. Se niega porque negarlo es ne- gar a Chile. Se niega porque hay un libro que espera ser publicado. Las memorias de Ana González ya no desvelan más a su au- tora. Están ahí, listas para ser publicadas, urdidas una tras otras; poéticas, desgarra- das, firmes como hilos recobrados del siglo XX y el XXI. Aquí transcurre la historia de un país de trizaduras y tronaduras, y también se dibuja –como quien sigue los puntos de un croquis- un país de ternuras infinitas que hoy a veces cuesta imaginar. “Yo nací en el norte, en Toco, y luego mis papás vendieron ahí y compra- ron dos casas en Tocopilla; y creo que compraron en la mejor calle porque a un lado de la cuadra era toda ‘gente de familia’, como se llama, y al frente pu- ras prostitutas. Así que yo crecí jugan- do con sus hijos. Además, cuando mis hermanos tenían unos 18 años, y como tenía negocio mi mamá, atravesaban para llevarles el vino o la cerveza, y yo, sin que mi mamá supiera, iba detrasito; nunca, nunca vi un mal ejemplo”, re- cuerda y se ríe mientras reconoce que esos años de inocencia estaban llenos de juegos, cariños, cruces de clases sociales, dialogantes; años duros también. Años de pocas fotografías y ella es de quienes tiene algunas, con sus padres. “Hace muchos años que dejé el cigarro. Un día dije ‘si yo quiero vivir y seguir lu- chando por los míos y seguir en este país, tengo que dejar el cigarro’ y de la noche a la mañana lo dejé y nunca más volví a fu- mar. ¿Sabes cuándo me dan ganas? Cuan- do voy a una asamblea de derechos huma- nos y la gente sale a fumar, yo salgo y les pido uno para dar una chupadita; y eso es lo que hago, nada más”, dice ella, retra- tada mil veces con su pelo tomado y su cigarro en la mano, sorteando la ansiedad cubierta por décadas de espera. Cuando hay una manifestación o actividad relacio- nada con derechos humanos y el tiempo está bueno, Ana sale de su casa y Patri- cia la lleva. Septiembre de este año fue pesado, frío y en espiral: con un ministro que no duró ni una semana, una masiva revuelta por la memoria viva y la indigna- ción generalizada frente al negacionismo. Ana salió poco durante septiembre, pero leyó, escuchó y vio mucho. Su lucha, que es de tantos y tantas, lo amerita. Hoy se ríe de reojo cuando recorre su in- fancia nortina: “Con mi hermana Olga hacíamos todas las ‘maldades’; jugába- mos a las bolitas, al caballito de bronce; fue una época muy linda. Y a mi mamá le gustaba izar la bandera tocando la vi- trola, esas de mueble, con el himno. A medida de que el himno avanzaba ella iba izando la bandera junto a todos los jóvenes del barrio. Por esos años, una tía que vivía en Santiago –por el lado de mi padre, la familia es de Rancagua; incluso sus hermanos socialistas fueron regidor y alcalde- fue al norte a conocernos. Yo estaba en sexto de preparatoria, entonces a mi tía se le ocurre hablar con mi mamá para que me dejara ir con ella a Santiago y pudiera seguir las humanidades; en ese entonces no había en el norte. Y me vine en barco con ella”, recuerda. Ese viaje en barco marcó esa época. Como si mirara por sobre un mascarón antiguo,

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