La Odisea en la Odisea: estudios y ensayos sobre la Odisea de Kazantzakis

254 «¡ Mi Ostrero, estoy en gran necesidad y la sangre es muy poca! Bien sabes cómo te quiero, pero no se debe con amor gobernar esta tierra de mala cabeza; te ruego, Stridás, que no bebas sangre de mi corazón; también tú cumpliste bien tu deber en la tierra, y otro bien importante no tienes ya que ofrecer en este mundo; ¡retorna al polvo y déjame dar de beber a otros mejores!» Dijo, y Stridás palideció —humo tembloroso— y desapareció. Suspiró el-de-muchos-tormentos y enjugó sus ojos; hondo es su dolor, pero es menester que las lágrimas no nublen sus ojos inclementes para que puedan ver y escoger entre las sombras. Mudos los muertos hasta sus sienes descendían como negros corderos, y su espíritu embargábase de dulces anhelos; en su memoria desencadenada fulguraban viejos soles y lunas, frutos envenenados y corceles, fortalezas, muchachas y mujeres, fantásticos festines y lejanas travesías. Y cuando sumergió Odiseo su mirada en lo hondo de la memoria, divisa en el borde de la fosa de improviso una sombra pesada que se erguía en silencio, con una espada clavada en el cráneo. «¡Herrero mío —exclama dolorido el solitario—, amigo sin sonrisa, ya te quitaron la corona, ya no estás bajo el sol! » Mas Karterós, cual un rinoceronte mudo, hozaba en el suelo y camina para llegar al corazón y sorber también él sangre; diríase que lo han asesinado y conserva su energía toda. (346-377)

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