La convivencia escolar desde el discurso de sus actores

Es en este contexto, de globalización y diversidad cultural, donde las sociedades comienzan a preguntarse: ¿cómo se forma a los ciudadanos (as) desde una nueva dimensión en que lo local se entrecruza con lo global?, ¿a quién le corresponde dirigir y delinear el proceso de formación y pleno ejercicio ciudadano? Y, fnalmente, ¿cómo se entiende y despliega la ciudadanía en tanto capacidad cívica? Las respuestas que se plantean frente a cada una de estas interrogantes y a las que se desprenden de ellas son muy diversas, pero a pesar de la mutiplicidad de visiones que entrega el debate hay un espacio de encuentro en el que debemos detenernos en nuestros múltiples roles de investigadoras, educadoras y ciudadanas: la importancia de la escuela como espacio reconocido por su función socializadora y, por tanto, como espacio privilegiado para la formación ciudadana. El desafío planteado es enorme, puesto que observamos a la educación como un acontecimiento ético y el aprendizaje como relación humana (Bárcena, Mélich, 2000; Cullén, 2004) que requiere de una pedagogía del tacto y la caricia como expresión de la alteridad que permite aprender a convivir con otros y en comunidad. Maturana (1998) manifesta que: “si el niño no puede aceptarse y respetarse a sí mismo, no puede aceptar y respetar al otro. Temerá, envidiará o despreciará al otro, pero no lo aceptará ni lo respetará; y sin aceptación y respeto por el otro como un legítimo otro en la convivencia, no hay fenómeno social” (p. 32). A esta afrmación podemos agregar que no hay fenómeno social, ni ciudadanía, ni democracia propias de una sociedad que se caracterice por el respeto a la diferencia, la justicia y la autonomía solidaria de sus miembros. Conforme a este orden de ideas, sostenemos entonces en este trabajo, una determinada concepción de ciudadanía como aspiración de la formación humana, singularizada por un 226

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