Malestar y destinos del malestar: políticas de la desdicha vol. 1

134 – malestar y destinos del malestar Políticas de la desdicha Un mes después, me decía: “Si juntáramos los elementos importantes, ¿qué he- mos descubierto? Cuando se muere así, perdiendo tus fuerzas, inválido, sin poder caminar, se vacía tu narcisismo. Pero morir como uno quisiera morir es un alivio nar- cisista, uno muere orgulloso de lo que hizo”. Más tarde agregaba: “No quiero morir como un cobarde”. En ese tiempo, ocupado con trámites para resolver la herencia, no sentía mucho dolor. Muy pronto tuvo la sensación de que todo se le escapaba, particularmente la enfermedad. Entonces, tuvo crisis de llanto. Me habló de una pesadilla – la única evocada –, donde “estallan burbujas”. Hizo asociaciones sobre su cáncer. Lloró y, luego, se desesperó. Sintió dolores pensando en el yo que se disgregaba, los cuales eran sostenidos por sus fantasías en torno al cáncer. Días antes de su muerte, me dijo: “Quisiera morir, pero si me admiraran… da vértigo”. Su dolor psíquico me pareció entonces cruel, tenebroso, perforador. Toma- ba muy pocos morfínicos. Parecía que su dolor físico estaba anestesiado. Tampoco ingería muchos tranquilizantes. Quería tener conciencia de su muerte hasta el final, quería vivirla. Por momentos, emitía unos gritos que parecían no tener fin, sin fon- do, mientras se aferraba a mi mirada asustada. El dolor de morir está ligado a la insostenible idea de la pérdida de uno mismo, como si se cayese fuera del mundo. Morir implica borrar la trama del tejido, más bien delgado, tenue, de nuestro envoltorio psíquico, en lo que éste tiene de conti- nuo, maleable, permeable, estable; el género vivo sobre el cual los estampados, las identificaciones, se inscriben en su diversidad y variabilidad. Esta matriz, formada por la ternura materna, debe romperse, largar las amarras del sentimiento de perte- nencia, de identidad, del lazo, de relación con el otro. Huellas inmortales Después de unos meses, Sebastián me dijo: “¿Escribirá sobre mí, no?”. Su imagen me quedó grabada, hoy lo revivo. El dolor de la proximidad de su muerte le hacía preguntarse sobre las huellas dejadas en la memoria de los demás, la mía, huellas vivas o simples rastros, pero huellas que – él deseaba – fueran reales, vivas. Lo peor era la idea de ver su vida aniquilada, sin que persista su propia huella simbólica como afecto y fruto de sus actos de filiación, de pensamiento, de creación. Esta pequeña parte desprendible de él mismo debía estar consagrada a la inmortalidad, ligada al interés de los que lo amaban y le sobrevivirían. Ella se encontraba, al mismo tiempo, ligada al reconocimiento de su pérdida. Otro mecanismo defensivo de fractura que siempre me he encontrado en los agónicos, pero que, no estando relacionado con el doble, permite al yo aceptar y, al mismo tiempo, denegar la realidad de la muerte, particularmente a través de esas fantasías de omnipotencia que son las fantasías de eternidad. Ellas conceden, frente a sobrellevar el dolor y el desamparo, una especie

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