Malestar y destinos del malestar: políticas de la desdicha vol. 1

introducción – 9 el “mochilazo” del 2001, la “revolución pingüina” del 2006 o las protestas del 2008. Además, numerosas manifestaciones acontecieron también en otros frentes como las quejas contra el transporte público durante el primer mandato de la Presidenta Bache- let, las reivindicaciones territoriales del puebloMapuche en el sur del país a partir de la administración del Presidente Lagos o, incluso, las sostenidas demandas por viviendas dignas reclamadas por el movimiento de deudores habitacionales Andha-Chile. Sin embargo, ninguna de estas y otras expresiones parecen haber logrado los niveles de intensidad y masividad que se observaron en las movilizaciones del 2011, mientras que sus reivindicaciones tendieron a mantenerse circunscritas a sus respectivos ámbitos de implicación inmediata, sin lograr concernir al conjunto de la ciudadanía. A decir ver- dad, para una parte importante de los chilenos, el ruidoso malestar de ese año parecía haberse por largo tiempo mantenido en una llamativa condición silenciosa, sea estran- gulado en virtud de una insólita servidumbre voluntaria, sea desautorizado en función de un sorprendente conformismo cotidiano, sea desestimado por quizás qué extraño mecanismo de desentendimiento de la propia experiencia. No sin razón, aquel silente descontento evocó con fuerza el diagnóstico avanza- do por el reconocido Informe del pnud sobre Desarrollo Humano en Chile de 1998 concerniente la sensible presencia entre los chilenos de un difuso malestar cuyas expresiones se mantenían en sordina. Las bulliciosas manifestaciones estudiantiles parecían, en efecto, constituir expresiones capaces de dar voz a un malestar que, vin- culado o no con el de hacía trece años, se habría como otrora mantenido semejante- mente enmudecido. No resultó raro, entonces, si a la sazón reflotaron explicaciones que, en coincidencia con aquellas esgrimidas en los debates de 1998, se formularon en términos “paradojales”, sosteniendo por ejemplo una discordante insatisfacción derivada de las expectativas promovidas gracias al logro de niveles suficientemente altos de desarrollo. Sin embargo, lejos de dar cuenta del malestar, tales explicacio- nes no sólo terminaban por desestimar el descontento al reducirlo, por medio de la paradoja, a un inoportuno residuo de las bonanzas de un modelo económico, social y cultural precisamente cuestionado por las manifestaciones. Asimismo, ellas tam- bién parecían convenientemente olvidar que, más allá de sus posibles conexiones, las condiciones de 1998 no eran en modo alguno las mismas del 2011, toda vez que los ruidosos reclamos estudiantiles no sólo contrastaban con las mudas quejas de anta- ño, sino que ese mismo contraste obligaba a reconsiderar retrospectivamente esta últimas para, al menos, pensarlas de una manera diversa y, eventualmente, disolver las pretendidas paradojas en función de la pregunta por aquello capaz de haberlas mantenido silentes. Entre aquellos propósitos “paradojales” hubo uno particularmente llamativo, tanto por sus diversas aristas ideológicas como por las características de aquello que, en cierto modo, lo introdujo en el debate. Durante el mes de octubre de ese año, el

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