Palabra Pública N° 24 2021 - Universidad de Chile

Q uien quiera que haya escuchado el discurso del presidente electo de Chile, Gabriel Boric, habrá podido percatarse de que en él hay dos concep- tos centrales: la unidad de todos los chilenos en un proyecto común de transformaciones profundas y al mis- mo tiempo el respeto por las diferencias étnicas, regionales y genéricosexuales. Si uno compara este discurso con el de Salvador Allende en una circunstancia análoga, hace casi 50 años, la distancia es clara. Los de Boric son otros tiempos, y a la acentuación de la unidad del pueblo, que era la principal preocupación en el discurso de Allende y que el recién electo comparte, lo que este ha añadido es un énfasis en la diferencia. Y hablar de diferencia es hablar de identidades diferen- ciadas, lo que nos lleva a la crisis del Estado-nación moderno y, con ella, a la crisis de identidad de los sujetos nacionales, un asunto sobre el que una larga procesión de filósofos, po- litólogos y científicos sociales, con un bagaje disparejo de ar- gumentaciones pero también con un grado de coincidencia que no es menor, se han pronunciado hasta extenuarse. Ha- bermas, Bauman, Beck o Giddens, por un lado, y Wallers- tein, Arrighi o Samir Amin, por el otro; no cuesta mucho demostrar que todos ellos acaban apuntando al mismo lugar: a la relación de poder inversamente proporcional que se ha instituido en el marco histórico de la modernidad tardía en- tre el capitalismo globalizado y el Estado-nación, este según el modelo que se mantuvo en vigencia desde mediados del siglo XX y que, cualesquiera hayan sido sus errores, amplió económica, social y políticamente los derechos de la gente. El capitalismo globalizado corroe al Estado-nación mo- derno, y con ello corroe la identidad de los sujetos naciona- les. He ahí la premisa en la que los pensadores mencionados (y otros) se muestran de acuerdo. Lo evidente es que, en su opinión, el capitalismo globalizado pasa por sobre los atri- butos y capacidades que hasta hace no tanto tiempo seguían siendo privativos del Estado nacional. Beck, en ¿Qué es la globalización? (1997), interpretaba este proceso como un desequilibrio de la tríada virtuosa que en el siglo XX confor- maron la economía de mercado, el Estado de bienestar y la democracia representativa. Según él, la retórica de importan- tes figuras de la economía contra las políticas del Estado de bienestar [se refiere a los corifeos del neoliberalismo] deja en claro que “el objetivo final es el desmantelamiento de las res- ponsabilidades y del aparato de Estado existente, producien- do la utopía de mercado anarquista de un Estado mínimo. Paradójicamente, sin embargo, con frecuencia la respuesta a la globalización es la re-nacionalización”. Samir Amin, en tanto, recordó que el capitalismo había sido globalizador y promotor de la desigualdad no por ca- sualidad: “el capitalismo real es necesariamente polarizador a escala global, y el desarrollo desigual que genera se ha conver- tido en la contradicción más violenta y creciente que no pue- de ser superada según la lógica del capitalismo”. Pero no cree que todos los Estados nacionales estén siendo tratados por la globalización de la misma manera. Esta beneficia a algunos, los del centro dominante y explotador, en detrimento de los otros, los de la periferia dominada y explotada. EnAméricaLatina, AníbalQuijanoyHéctorDíazPolanco también han pedido un cupo en esta mesa, Quijano recordán- donos que un rasgo característico de la circunstancia presente es “la erosión continua del espacio nacional-democrático, o en otros términos la continua desdemocratización y desnaciona- lización de todos los estados nacional-dependientes donde no se llegó a la consolidación del moderno estado-nación”. YDíaz Polanco plantea una tesis según la cual el Estado moderno y la heterogeneidad no son incompatibles, ya que “en los últi- mos dos siglos, el ámbito privilegiado de la multiculturalidad es la estructura nacional (el Estado-nación) que, como norma, surge bajo la forma de un conglomerado con composición he- terogénea, mientras se asienta en una ‘comunidad imaginada’ que apela a una antigua singularidad supuestamente fundada en prácticas, aspiraciones y valores compartidos”. Yo, por mi lado, me interesé en este problema en un libro que escribí con Alicia Salomone y Claudia Zapata, Postcolo- nialidad y nación (2003), y luego en Globalización e identi- dades nacionales y postnacionales (2006), en el que sugerí la conveniencia de sincerar el significado de los conceptos que se utilizan: (i) el concepto de identidad, que puede pensarse aris- totélica, dialéctica y contradialécticamente; (ii) los niveles de análisis, el de lo singular, el de lo particular y el de lo universal, en el entendido de que en el nivel de lo particular la identidad puede ser, y es normalmente, una identidad múltiple; y (iii) la trayectoria histórica del fenómeno, al menos en la experiencia de Occidente, a la que me pareció que era posible dividir en tres etapas sucesivas: la etapa de la identidad nacional premo- derna, “que Occidente conoció hasta los siglos XVII y XVI- II” y cuyo fundamento más poderoso era la comunidad de la sangre; la etapa de la identidad moderna, que se inaugura en los siglos XVII y XVIII, vinculada a la expansión y trans- formaciones de la sociedad capitalista en el marco de dicha coyuntura, así como a la consecuente aparición del Estado moderno cuya índole será ahora contractual-política; y la eta- pa postmoderna, para la que cualquier fundamento identita- rio, sea el esencialista premoderno o el “contractual-político” moderno, carece de sentido. Y cuando esto sobreviene, la idea de identidad nacional pierde validez, y con ello, también la política como unmecanismo de negociación entre individuos que, no obstante sus diferencias singulares y particulares, son capaces de reconocerse como partícipes en un espacio común amplio y dentro del cual tendrían que dirimir posiciones. El “desencanto” con la política, del que tanto se lamentan algu- nos de nuestros “hombres públicos”, es en realidad una admi- sión hipócrita del desencanto que sus malas prácticas generan en la ciudadanía, pero sobre todo es un indicio de la frustra- ción que invade a esa ciudadanía cuando esta se da cuenta de su irrelevancia vis-à-vis el rumbo y destino de un constructo nacional que ha dejado de pertenecerle. Esto desemboca en el enconado paisaje de fracciona- mientos que desde hace un cuarto de siglo estamos contem- plando en el mundo, el que se instaló a fines del siglo XX en lugares como la Unión Soviética y Yugoslavia en los 90. La 11

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