Palabra Pública N°35 agosto - septiembre 2025 - Universidad de Chile

En el caso de la Convención, aunque solo establezca “un nivel mínimo de protección” para derechos, en su mayoría, ya reconocidos en otros tratados —y aunque sus Estados parte seanmayormente del sur global, conmenor influencia política y económica—, su adopción sigue siendo un hecho digno de aplauso. Este instrumento, como otros tratados de derechos hu- manos, da fuerza jurídica —modesta e incompleta— a la promesa de universalidad que reclaman las luchas por el reconocimiento y la emancipación. A su vez, esas luchas son también demandas de igualdad frente a un poder que transforma las diferencias (sociales, biológicas, culturales u otras) en relaciones de opresión. En ese sentido, los tratados de derechos humanos—y sus cláusulas de igualdad ynodis- criminación—nobuscaneliminar todas las diferencias, sino desmontar las estructuras que permiten a quienes tienen poder convertirlas enprivilegios o jerarquías injustas. De ahí que las demandas de las personasmigrantes por el reconoci- miento y la protección igualitaria de sus derechos humanos no sean un enfrentamiento entre extranjeros y nacionales, o entre migrantes en situación regular o irregular; sino más bien una resistencia contra la deshumanización del Otro. Por consiguiente, no se trata solo de “incluir” for- malmente a las personas migrantes (u otros grupos históricamente discriminados) en un sistema que las ha excluido, sino de transformar las reglas de ese sistema estructuralmente injusto. La promesa pendiente de los derechos humanos es repensarlos desde las necesidades, experiencias y aspiraciones de todos —incluidos los mi- grantes, por supuesto— para que puedan realmente ser agentes de sus propias vidas. Así entendida, la igualdad es también libertad, porque hace posibles sus proyectos personales y colectivos. Esa lucha contra la deshumanización del Otro implica que las demandas de las personas migrantes —como las de participaciónpolítica, acceso igualitarioa laeducaciónocon- diciones laborales justas— no son solo reclamos sectoriales, sino cuestionamientos al modo en que funciona la sociedad, conunfin emancipador. Repensados así, los derechos huma- nos suponen reconocer al otro como alguien cuyos intereses y sufrimientos (nos) importan, y construir una comunidad donde todos —nacionales y extranjeros— se reconozcan mutuamente como sujetos de derechos y de igual dignidad, unidos por vínculos de corresponsabilidad solidaria. Irene Vallejo escribía: “no somos islas, sino hilos en- tretejidos”. Justamente porque el consenso internacional sobre los derechos humanos —y sobre la migración en particular— está sostenido por hilos muy finos, cualquier intento de romperlo puede resultar eficaz. Ese es uno de los peligros del auge de la extrema derecha y del populis- mo nativista al que asistimos. Lo que está en juego cuando se aceptan lógicas competi- tivas de unos contra otros (élite versus pueblo, nacionales versus inmigrantes) alimentadas por el miedo y el resenti- miento, no es solo que crezca la distancia entre los derechos humanos proclamados y su cumplimiento real, sino tam- bién la posibilidad de terminar con menos derechos —y peor protegidos— que generaciones anteriores. Sin em- bargo, seguir imaginando un futuro donde la libertad de movimiento sea un derecho de todos, y no un privilegio de unos pocos, no solo sigue siendo posible, sino además es una forma de resistencia política. Migrantes venezolanos bajan de un avión a su llegada a Maiquetía, Venezuela, el 20 de marzo de 2025, luego de ser repatriados desde México. Crédito: Pedro Mattey/afp 35

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