Palabra Pública N°32 sept - oct 2024 - Universidad de Chile

cráneos, eran unos quejosos extremadamente interesados, querellantes que iban siempre tras una recompensa: laman- tención de un statu quo favorable, el éxito de sus empresas, la sumisión de sus esposas e hijas, etcétera. Dinero y poder, a fin de cuentas. La queja de los otros viejos era simplemente la de estar arrinconados por las circunstancias, no soportar que la vida estuviera volviéndose algo incomprensible o feo, marismas difíciles de navegar, pantanos amenazantes. Tal vez la confusión facilista y cruel entre ambos tipos de viejos vinagres viene del tango “Cambalache”, donde la queja contra las convulsiones del presente es un remoli- no de sensaciones diversas. En su letra, el reclamo de que “cualquiera es un señor” se plantea en equivalencia con la denuncia de delitos e incivilidades. Es decir, la percepción de la respetabilidad e incluso de la autoridad moral o inte- lectual de cualquier ciudadano queda bajo lamisma sombra de duda que las conductas más indignas posibles de los protagonistas del teatro penal; criminales, estafadores, co- rruptos y ladrones de alta y pocamonta quedan en lamisma categoría atrabiliaria de alguien que, por la razón que sea, está plantado en el mundo como “un señor”. En el siglo veinte, el mismo de “Cambalache”, fuemuy re- currente en algunas artes referir la idea de la “pérdida de la inocencia” a cierta consolidación de un impulso rupturista de vanguardia y su consiguiente asentamiento en un mains- tream . Era el momento en que la ruptura se momificaba para establecerse como estatua en el mismo panteón en el que había entrado a cañonazos. Es lo que muchos surrealis- tas de trinchera les reprocharon a Bretono aDalí después de la SegundaGuerraMundial: ser traidores al espíritude la re- vuelta y haberse vuelto funcionarios de un modus operandi propio dematones de la izquierda estalinista o del capitalis- mo a ultranza. En suma, les reprochaban la inconsistencia, el paso de haber sido jóvenes chispeantes como la sidra a fosilizarse en viejos vinagres amás no poder. Por supuesto, hay maneras y maneras de perder la inocencia. Uno puede verse dislocado en el presente y sentirse exiliado de una cultura que se asoma en el ho- rizonte como un imperio que lo trastorna todo y vuelve normales cosas que a uno apenas le sonaban en vagas pe- sadillas: no leer libros, no saber nada de cine italiano, no conocer la diferencia entre guindas y cerezas, no tener ni idea de quién fue Claudio Arrau o Igor Stravinsky, y aun así creer que se es parte de una civilización. En momen- tos como ése, avinagrarse quizá no está del todo mal y sea plausible encerrarse en alguna covacha a escuchar un dis- co de Duke Ellington hasta romper en llanto como último recurso ante la muerte cerebral. Recuerdo, para terminar este coso, una anécdota que con- taba mi abuelo. Es un relato muy breve. Érase una vez un pobre sujeto que caminaba cabizbajo por una calle de una aldea del sur, enmangas de camisa, azotado por un aguace- ro que parecía el diluvio universal, y de cuando en cuando esa alma en pena levantaba los brazos con una ira bíblica y miraba al cielo para gritar con todas sus fuerzas: —¡Que se jodan los conmanta! Ron Mueck. Two Women , 2005. Técnica mixta, 85,1 × 85,1 cm. Crédito: Torsten Blackwood/afp 25

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