Palabra Pública N°32 sept - oct 2024 - Universidad de Chile

viejos vinagres columna E n las redes sociales se viralizó hace poco un video en el que un viejo español se declara aficionado al rito de escuchar cierta música que lo haga llorar. “Que me salten las lágrimas, me encanta”, le dice al joven periodista que lo interroga. Y luego se explica, dice que disfruta eso, que goza con poner algún disco de Ivy An- derson, de Duke Ellington, de Chet Baker, de Miles Davis, cualquiera de esos elepés que no bien empiezan a girar en una tarde de otoño cuando ya lo tienen contra las cuerdas de sus más íntimas emociones para que rompa en llanto. —¿Y lloras por una razón concreta? —pregunta el entrevistador. —Lloro porque veo que el mundo se acaba —¿El mundo general o tumundo particular? —Mi mundo, mi mundo. Claro, amí el otro mundo ya nome interesa... —Ja, ja, ja… —O me gustaría verlo _ se corrige con socarronería _ sen- tado en un sillón blanco de mimbre. Yo creo que será como una gran fiesta, ¿no? Una fiesta de… —El día del fin del mundo. —…de luz y color, ¿no? De luz y color. El protagonista del video no es un anciano cualquiera interrogado en la plaza de un pueblo de provincias, de esos que con sus ocurrencias inesperadas dan brillo a los virales, sino el escritor Manuel Vicent, y el breve fragmento publici- tado, como supe después, es un extracto de una entrevista más larga que le hicieron en la cadena ser. Para el caso da lo mismo: son palabras que resuenan en una cueva muy es- pecial del encéfalo, en la que no corren los argumentos de autoridad. Por eso se volvió viral. Lo que dijo Vicent no ne- cesita estilo literario y pudo tener una sintaxismejor o peor: es una declaración de sentimientos más o menos universal acerca de ese “mundo que se acaba”. Vicent no dijo que la música que lo hacía llorar fue- ra triste ni que él quisiera llorar adrede poniendo discos lacrimógenos. La breve antología que mencionó era sen- cillamente una delicada muestra de la belleza que son capaces de producir los seres humanos, en particular en la época en que a él le tocó vivir. Quiero decir: no se refería a esos músicos como portadores de tristeza o melancolía, sino como ejemplos de cierta hermosura, de la que cada quien ha podido ser testigo con la atención, la curiosidad o el desdén que le salga de su naturaleza. No llora por la nostalgia de una música esplendorosa destinada al olvido; llora porque sus lágrimas le garantizan que su experiencia no fue una ilusión, sino una vitalísima verdad. El video me dejó pensando en lo equívoca que es la ex- presión “viejos vinagres” con que los viejos de hoy, cuando éramos jóvenes, descalificábamos a los viejos de ayer. Es obvio que la usábamos para denunciar a cierta clase de fu- lanos indeseables en cualquier época, vejetes rancios cuyas palabras, acciones y actitudes siempre andaban incordiando por angas o mangas a los demás, en particular a los jóvenes, a las mujeres, a los homosexuales, a los pobres, a los idea- listas y, en fin, a cualquiera cuya existencia les pareciera un buen blanco para clavar los dardos de sus preceptosmorales, estéticos o políticos, dictados por cierto en las fiambrerías de la Iglesia, los regimientos o las patotas nuevas o antiguas de la oligarquías nacionales o bursátiles. Pero en esa denuncia, por más legítima y razonable que fuera, estábamos echan- do al saco también a otros viejos amargados, aquellos cuya agria desesperanza ante el presente era más bien tierna y natural y desinteresada, ya que nada les reportaba salvome- lancolía y nostalgia de tiempos que para ellos, quizá, nunca fueron ni remotamente felices. Los verdaderos “viejos vina- gres”, contra los que apuntaba el mote popularizado por la canción de Sumo que nosotros bailábamos como pateando Amargarse con la edad es bastante co- mún, y quizá no esté del todo mal: se trata simplemente de no soportar que la vida se vuelva algo incomprensible, una maris- ma difícil de navegar. Sentirse exiliados de una cultura que se asoma como un imperio que lo trastorna todo y vuelve normales cosas que apenas sonaban en vagas pesadillas: no leer libros, no saber nada de cine italiano, no conocer la dife- rencia entre guindas y cerezas. leonardo sanhueza Escritor. Ha publicado La juguetería de la naturaleza (2016), La edad del perro (2014) y La ley de Snell (2010), entre otros libros. Ganador del Premio Pablo Neruda 2012. 24

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