Palabra Pública N°32 sept - oct 2024 - Universidad de Chile

pese a sus ritos de igualdad y libertad, a terminar como una mera ideabiológica. Labúsquedade laverdaden la inocencia de la carne implica una mirada cabrona. ¿Qué sentido tuvo progresar hacia la verdad que enseña que somos unos cuan- tos huesos envueltos en pellejo? ¿Cuánta verdad desnuda soporta una civilización sin perder sentido o delirar? Enel sigloxixsedescribeundesplazamientode lasalucina- cionesvisuales típicasde lapsicosishacia las formasauditivas. Hay quienes sugieren que aquello es un indicador antropoló- gico. Las voces que invaden revelan una catástrofe individual del lenguaje. Podría ser la advertencia de lo que podía pasarles a laspersonas (ya lospueblos) al perder laspalabras sufunción simbólica. Quebrándose el dique que soporta un mundo con sentido, el ser humano se ve invadido psicológicamente por unanada pegajosa: aquello que llamamos angustia. La razóncientífica iluminaba cada vezmás elmundo, pero al mismo tiempo, nuestras palabras parecían cada vez me- nos adecuadas a esemundo. Cada vez más lejos de las cosas, las palabras comienzan a volverse ellas mismas absurdas. Así lo indicó Hannah Arendt en La condición humana (1958): si el lenguaje de la técnica y su racionalidad del cálculo se ex- trapola a otros campos de la vida, no solo hablaríamos como idiotas, sino que además triunfaría la banalidad del mal. Un mal sin temblor, sin monstruos. A veces, en nombre de un bien descafeinado, escrito de antemano por los científicos, los activistas, las tendencias demoda y el algoritmo. Volverse estadística, etiqueta y otros nombres que bo- rran la autoría y la singularidad nos lleva a descansar en protocolos que mecanizan y desgastan la aptitud para enfrentar conflictos. La filosofa estadounidense Avital Ronell hace una observación: Bovary —el personaje de Flaubert— es el prototipo del sujeto por venir. Ante sus deudas, prefiere morir como una usuaria antes que morir por su deseo: morir de vergüenza. Esta última muerte, al menos, es una metáfora. 3. Jean Baudrillard, a comienzos de este siglo, sostuvo una hipótesis arriesgada: la primera revolución sexual —qui- zá la única— fue la aparición de las criaturas sexuadas, y esa revolución vino acompañada de otra, la de la muerte. Y pensó: es posible que la ciencia nos permita dar la curva y volver a ese paraíso de las bacterias: quitándole el dilema al sexo y la muerte a la vida. Como si del “no” que obliga a nuestra libertad, deriváramos a un cómodo “not”: las cosas, pero sin el dilema. Quizá curemos todas las enfermedades y no traicionemos, porque tampoco hagamos promesas, y no exista el mal, porque seamos incapaces de pensarlo. Es posible que para resistirse a la locura no baste una pastilla ni la cura por la palabra, sino que es la palabra misma a la que haya que curar. Para que se vuelva pacto: una religión de adultos. Noesundios el quepodrá salvarnos, sinocreer, sindios. Frans Francken II. El pecado original (siglos xvi – xvii). Crédito: Museo Nacional del Prado 9

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