Palabra Pública N°31 mayo - junio 2024 - Universidad de Chile

de la oralidad. “Enciende la radio”, pedía mi abuela, para sentarse a tejer con el televisor prendido de fondo. Acaso el objeto que encarna mejor los cambios sociales que ha traído el desarrollo de lo digital sea aquello que se- guimos llamando “teléfono”. Hace apenas unas décadas, dichos aparatos, aparte de no ser ubicuos, permanecían en su sitio y —al menos en el hogar donde crecí— eran domi- nio exclusivo de adultos. Losmenores de edad no podíamos ni discar, ni contestar, ni colgar sin autorización. Había también horario para llamar (nunca pasadas las nueve de la noche, amenos que fuera algo urgente, una tragedia). Debo decir que yo disfrutaba estar casi eximido de esta interac- ción a distancia con interlocutores invisibles, que siempre me pareció incómoda y apremiante: como el tiempo de llamada era caro, había que ahorrarse los silencios o las va- cilaciones, ir directo al grano, algo no tan fácil de hacer para un tímido como uno, menos aun cuando la voz está desaco- plada del cuerpo que la produce y es difícil determinar con quién estás hablando. Aparte de que a veces las palabras pa- recían atravesar campos de estática camino al oído y ocurría todo tipo de equívocos. Pero lo normal era que la comunica- ción fluyera razonablemente bien con la electricidad, y así fue cómo la telefonía ocupó un lugar cada vez más central en nuestra vida diaria y generó una serie de prácticas cul- turales (la etiqueta telefónica, lamemorización de números importantes, las pitanzas, etcétera) que la aparición de los celulares ha puesto en vías de extinción. Me pregunto si en el futuro tendremos nostalgia de las costumbres o patologías que trajo la transformación de los teléfonos fijos en móviles: tener el aparato siempre a mano, avisar que uno “va llegando” o “está afuera”, per- sonalizar el tono de llamada, corroborar en internet cada cosa que se dice en una conversación; dejar tras de sí un reguero de imágenes inmateriales que le pesan al plane- ta, en lugar de cargar uno mismo sus recuerdos. Quizás este costo ambiental termine morigerando o suprimiendo por completo estas prácticas. Como alguien de otra épo- ca, la mayoría de ellas me parecen innecesarias, aunque cumplen la función de mantenernos conectados sin res- piro —ahogados en océanos de información—, es decir, “comunicados”. Yo sigo privilegiando el correo electróni- co largo para lo importante (aunque a veces me demore días en enviarlo), peleo con el diminuto teclado del celu- lar al escribir mensajes de texto para lo urgente (no tengo paciencia para audios) y vacilo cuando uso emoticones o emojis : formas contemporáneas de “escritura oral” en las cuales son expertas las nuevas generaciones. Me resisto a ese ahorro forzoso del tiempo necesario para que las palabras cuajen en una escritura significativa, al re- emplazo de la comunicación por la mera conexión, y así coarto mi capacidad de entender el mundo digital. Este, en todo caso, ignorami deserción y sigue su curso vertiginoso, conformando una realidad donde el presente inmediato envejece más rápido que la memoria. Fabián Rivas 43

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