Palabra Pública N°31 mayo - junio 2024 - Universidad de Chile

C reo ser algo así como un “semianalfabeto digital” (asumo que existe el concepto, aunque no pienso confirmarlo ahora en la red): crecí en un mundo todavía completamente “análogo”, y recién hacia el final de mi adolescencia tuve que aprender —en forma guiada y también por mi cuenta— a lidiar con la realidad digital. Mi relación con ella muestra entonces todas las falencias de la instrucción más bien precaria que recibí a finales de los años ochenta, además de varias mañas analó- gicas, legado tenaz de la infancia. Me aferro a estas últimas como a viejas supersticiones, como si de ellas dependiera que lo real continúe siendo algo tangible y no se transfor- me en un éter virtual indistinto. Cuesta cada vez más visualizar ese tiempo en que el mundo físico no estaba entreverado con el ciberespacio. Mis hijos me miran raro cuando lo rememoro, algo que suelo hacer al cenar juntos, aprovechando que dejan sus teléfonos fuera del comedor. Les cuento que la única pantalla que hechizaba entonces a la gente era el tele- visor, cuyos contenidos no estaban permanentemente disponibles ni eran elegidos por el público, sino que se regían por horarios de transmisión. Así, fuesen progra- mas en vivo o pregrabados, todo ocurría en un presente compartido con la audiencia. De hecho, la experiencia de mirar televisión era descrita como un encuentro per- sonal: una cita periódica entre animador y espectador “a la misma hora y en el mismo canal”. La virtualidad exis- tía (era, de hecho, un subproducto de la lectura), pero solo de manera orgánica, al interior de la cabeza, donde tomaba la forma de la imaginación. Ninguna de estas ru- miaciones despierta mucho interés en la mesa. Por cortesía, el hijo mayor pregunta sobre videojue- gos. Olvido que algunos amigos poseían consolas Atari y a veces nos reuníamos en torno a ellas para ver lucirse al dueño de casa, o bien uno demostrar su falta de prác- tica con los comandos. También, por supuesto, existían los flippers , donde dichos ingenios electromecánicos convivían con tacatacas y unas cuantas máquinas elec- trónicas, casi siempre ocupadas por jugadores expertos. Los computadores personales eran todavía una rareza y en vez de facilitarles la vida a sus usuarios —una pro- mesa perenne del progreso técnico— generaban más trabajo, ya que era preciso programarlos para que hicie- ran algo por nosotros, lo que significaba pasar toda una tarde intentado descifrar el manual de instrucciones. Se- ría incorrecto, sin embargo, afirmar que la computación nos “esclavizaba” como parecen hacerlo hoy las tecnolo- gías de la información y comunicación. Las pantallas, engeneral, eranobjetos en elmundo: no se confundían con este ni lo sustituían, tampoco eran interac- tivas o táctiles. Y las imágenes que mostraban eran dibujos de corriente eléctrica recorriendo veloces sus superficies de vidrio tras viajar como ondas electromagnéticas, en lugar de los simulacros hiperrealistas y aparentemente eternos que vemos emerger del cristal líquido en la actua- lidad. De hecho, me atrevo a plantear que mucha gente entonces escuchaba la tele antes que mirarla, ya que ni el tamaño ni la calidad de su imagen ameritaban verla más que como un suplemento del sonido, medio que transpor- taba la mayor parte de su contenido. Así, la televisión —y antes la radiofonía— superaron a los medios escritos en la transmisión de cultura, trayendo de vuelta la inmediatez Vale la pena pre- guntarse si en el futuro extrañare- mos las costumbres que han dejado los teléfonosmóviles: tener el aparato siempre amano, avisar que uno “va llegando” o que “está afuera”. Quizás lamayoría de ellas son inne- cesarias, aunque cumplen la función demantenernos conectados sin respiro, es decir, “comunicados”. andrés anwandter Escritor, traductor y doctor en Educación. Ha publi- cado, entre otros libros de poesía, Especies intencio- nales (2001), Banda sonora (2006), Amarillo crepúsculo (2012), materia gris (2019) y huelga decir (2023). nostalgias analógicas columna 42

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