Palabra Pública N°31 mayo - junio 2024 - Universidad de Chile

E ntre quienes frecuentamos muchas horas al día las redes sociales y las aplicaciones de mensa- jería instantánea, el umbral de tolerancia a las imágenes macabras y a lo escabroso se ha acre- centado de forma notoria. Es una cuestión de instinto: comprendemos que en un reenvío cualquiera en un grupo de WhatsApp, haciendo scroll o simplemente navegando por la red, puede alcanzarnos el “sobre envenenado” de un registro chocante. Las desgracias innombrables se han vuelto triviales. Nuestro mecanismo psíquico activa una alerta preventiva permanente: hay que estar de antema- no dispuestos a lo desagradable e inesperado. Cadáveres esparcidos en una carretera tras una matanza de narcos, la venganza de una turba contra un abusador sexual, los cuerpos agonizantes tras la explosión de una bomba en un episodio bélico: fotografías o lives de esta clase de suce- sos nos conmocionan a diario. Esto que menciono (omito detalles, lugares, circunstancias) es parte de lo que me ha tocado ver en las últimas semanas. Lo he visto , porque me lo topé sin advertencia. Me he rehusado, sin embargo, a mirarlo . Y no solamente por razones éticas. También por falta de arrojo o fragilidad o agotamiento afectivo, poco importa cómo lo llamemos. El caso es que, por adverti- dos que nos sintamos ante la amenaza de una imagen de violencia que tomará la pantalla en cualquier momento, resulta arduo constatar que vivir en estado de conectivi- dad significa, también, convivir con el horror y el morbo vueltos moneda corriente por los algoritmos. Muchas personas no pasan por esta disyuntiva y se en- tregan sin dificultad —sin pudor— al consumo de tales registros. Incluso, en algunos casos, esto demostraría un psiquismo fuerte. Otras, en cambio, nos negamos. Fasci- narnos hasta la perdición, ¿no es una arcaica atribución de las imágenes? Unos sucumben ante el objeto que fas- cina, entregándose a él; otros se retiran, rehusando mirar (igualmente fascinados, pero temerosos). La incoercible curiosidad de los primeros, como para tentar al destino, y el recelo de los segundos, dan a entender por igual que nuestra relación con estas imágenes obedece a una es- tructura adictiva. Este fenómeno no es nuevo. Pero sí lo es la escala en que estas imágenes tabúes, que alojan las tendencias más destructivas de nuestras sociedades con- temporáneas, están presentes para nuestros sentidos. Casi no hay secreto: una búsqueda azarosa en internet pro- vocará una secuencia algorítmica que hará “saltar” ante nuestros ojos una imagen de horror. Algunos llevarán, en sus dispositivos personales, un historial de búsquedas que los hará acceder a cuentas que se especializan en toda especie de morbos. Si las huellas que dejamos en la red delatan estos gustos, allá acudirá también la publicidad. Siempre hay quien coseche monetariamente lo que deja- mos sembrado en la web con nuestros comportamientos. Con todo, no deja de ser curioso que recibamos a menu- do estos registros en nuestras aplicaciones de mensajería. ¿Qué favor nos hace quien reenvía —con evidente falta de tacto— el último viral espeluznante? Supuestamente mostrarnos una “verdad al desnudo”. Pensemos en ciertas imágenes definitivas del siglo xx: las devastadoras captu- ras que realizó Lee Miller de los campos de concentración de Buchenwald y Dachau; la “Ejecución de Saigón”, de Ed- die Adams; la toma del buitre y la niña de Kevin Carter; el registro de Gilles Caron de su colega Raymond Depardon fotografiando a un niño hambriento durante la guerra ci- vil en Biafra. Todas ellas encarnaban una duda moral, una vacilación traducida, pese a todo, en acción; todas ellas se asumían como un riesgo necesario y urgente. No era sencillo tampoco acceder a ver algunas de esas fotos. La televisión transformó esa restricción, generando circuitos lo que vemos y no queremosmirar columna Nos hemos acostumbrado a convivir con el horror y el morbo, vueltos moneda corriente por los algoritmos. Pero esas imágenes escabrosas que circulan son sig- nos de alerta ante un horizonte en que lo despiadado tiende a normalizarse. Frente a esto, se hace necesario pensar en nues- tros límites emocionales y afectivos. rodrigo zúñiga Escritor y doctor en Filosofía. Académico del Departamento de Teoría de las Artes, U. de Chile. Ha publicado, entre otros libros, La extensión fotográfica (2013) y Un príncipe en el exilio. Las ideas estéticas de Adolfo Couve (2022). 28

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