Palabra Pública N°31 mayo - junio 2024 - Universidad de Chile

largometraje con luminosidad puede llegar a deprimir si sabemos que es un recurso desesperado para distanciarse de la vida. Es mejor cuando la clausura es un simple mo- mento de plenitud, lo que vale mucho más que la lógica de postal que ubica a la felicidad como la escala última y definitiva de la experiencia humana. En Ed Wood (1994), Tim Burton pone los créditos finales cuando su retratado, considerado injustamente como el peor cineasta de la historia, recibe aplausos en el estreno de Plan9del espacio exterior . LoqueBurtonomite es todo loque vino después: la cruel insistencia del fracaso, la miseria, el alcoholismo, lamuerte desolada a los 54 años. Transformar su tragedia en una comedia fue un acto de amor y bondad. Ya lo dijo con lucidez el gran Orson Welles: “Tener o no un final feliz depende de donde decidas detener la histo- ria”. Porque si nos ponemos realistas (y no pesimistas), toda historia es una tragedia que termina con la muerte. El cine tiene la capacidad de moldear la existencia, editarla, cortar las partes incómodas, detener lamuerte, sacarla del time-li- ne como si no fuese el cierre más inminente de todos. Cuatro | Se podría pensar que las etiquetas de género definen la emoción que sentiremos con cada experiencia, aunque no siempre es así. Whisky (2004), de los uruguayos JuanPabloRebella y Pablo Stoll, podría ser etiquetada como una comedia, pero nos deja un sabor amargo en el paladar (el título alude a la sonrisa frente a una cámara fotográfi- ca, o sea, a la felicidad impostada). Las películas de Chaplin son, en el fondo, fábulas tristes porque están construidas sobre la explotación de los vagabundos en un mundo in- hóspito. En los filmes de Aki Kaurismäki o Alexander Payne, el humor marida perfectamente con la melancolía. Son algunos ejemplos de cineastas que contrabandean sus verdaderas intenciones tras el género de la felicidad, provo- cando un choque de emociones. Como alguna vez dijo Tom Waits refiriéndose a la música: “Me gustan las melodías hermosas que me dicen cosas terribles”. Cinco | La película que refleja mejor la paradoja del cine emocionalmente ambiguo es La felicidad (1965), de Agnès Varda, experimento brillante que narra una historia de in- fidelidad, toxicidad machista y tragedia como si fuese una comedia bucólica repleta de flores, risas, bailes y música. El efecto final es devastador, como la mordida letal de una planta carnívora. ¿Por qué, a pesar de todo, nos provoca una sensación de deleite? Porque la gratificación es el mérito de los grandes cineastas, más allá del tono de sus fantasías. El oscuro final de Mouchette (1967), de Bresson, se traduce en luz por la alquimia cinematográfica. La parsimonia de la muerte de la madre en Cuentos de Tokio (1953), de Ozu, nos sumerge en una paz tranquilizadora. Cualquier obra de Dreyer es trascendental, en especial Ordet (1955), que termi- na con un milagro. Y ese es tal vez el aporte máximo que le hace el cine al mundo: hacernos creer, conmayor eficacia y pruebas visuales que la religión, que los milagros pueden existir si estamos dispuestos a abrir los ojos. Imagen de la película La felicidad (1965), de Agnès Varda. 17

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