Palabra Pública N°30 2023 - Universidad de Chile

so sucedió a una velocidad despiadada. Aún hay secciones culturales y de crítica de libros en los diarios de España, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Uruguay, Argentina. Acá en México [donde está radicado], se me ocurre que por motivos distintos, hay una sensación parecida a la chilena. Aunque quizás Chile, en ese sentido, es más desolador. Lo que persiste en nuestra prensa son estertores, iniciativas casi individuales, quijotadas, patriadas, que no duraránmu- cho. Pero esos años no fueron dorados, la burbuja era más pequeña ymonolítica, era todomuchísimomás elitista, cla- sista, moralista. Costaba entrar, circular, salir. Claro, pero es difícil no volverse nostálgico, o al me- nos sentir una preocupación. —Tal vez lo que verdaderamente extrañamos son esos años en que podíamos pasar de largo dos noches seguidas a punta de panes con queso y nos sentíamos indestruc- tibles. Creo que eso se llamaba juventud ... De pronto hay gente que hasta echa de menos al padre-cura-dictador. No entiendo por qué. Además, el cura Valente está vivo, creo. Cualquier día de estos emprende un programa en YouTube, igual que esas figuras, tipo Kike Mo- randé, que ya no tienen cabida en la tele abierta, pero conser- van cierto público cautivo. De la crítica literaria tradicional, evaluativa, “autorizada”, me in- teresa su cadáver, quiero decir: su autopsia, sus autopsias, porque no creo que haya una sola causa de muerte. ¿Cómo así? —El crítico, en tanto autoridad, no tenía por qué sal- varse de ser cuestionado y combatido y parodiado. No se puede escribir sobre literatura apelando solo al currícu- lum, no tiene sentido, esa figura ya no es creíble si no va acompañada de una penetración verdadera en los textos. Y quizás siempre fue así y estaba la vara baja. Yo nunca leí a un crítico para que me dijera qué leer o qué pensar o qué opinar. De la noche a la mañana, con las redes, todos se convirtieron en críticos literarios, y eso a algunos les molesta, pero a mí me gusta, y ya casi no puedo imaginar un escenario diferente. Quien aspire a un lugar de autori- dad, o a la construcción de una nueva forma de autoridad, debería proponerse, de entrada, ir más lejos estilística- mente, argumentativamente, en todos los sentidos. Claro, pero esa sería una figura del crítico muy dis- tinta a la que acostumbramos a pensar. —Yo creo que ninguna librería chilena colapsó alguna vez después de la publicación de una reseña favorable apareci- da en el diario. Tampoco las entrevistas ni los reportajes, ni siquiera la publicidad literaria, por llamarla de alguna for- ma, determinan el destino verdadero de un libro. Los libros tienen vidas muy largas. La literatura no funciona así. ¿En qué sentido? —Construye otras temporalidades, más bien. A veces uno toma decisiones muy concretas, decisiones vitales, a partir de la lectura de un poema escrito por alguien que murió hace doscientos años. De eso se trata. Me parece que se subestima a los lectores, de forma desesperada, comprensiblemente desesperada, pero desesperada. Lue- go entiendes que la gente que lee, lee de verdad. No hay que subestimarla. Perdona lo hippie que suena, pero las personas que leen están realmente comprometidas con esa forma de experimentar el tiempo. Es una actividad casi anacrónica y por eso es subversiva, poderosa. Pensar en todo esto encierra también una pregun- ta que acecha a todos los que hacemos periodismo cultural: ¿a quién le importa realmente lo que se escribe en esas páginas? Te lo pregunto también porque en una entrevista que diste hace unos años para la revista Universitaria [de la Universidad Cató- lica] hablaste de este tema, y de hecho lo que planteaste es que tú podías decir en ese es- pacio que estabas a favor del aborto y no iba a pasar nada, no te iban a censurar, porque nadie lo iba a leer… —Y se publicó y no pasó nada… Sí, y también está esa columna que publicaste en La Tercera , “Actualidad de Hamlet”, donde hablabas de esto, de que pareciera que nadie lee a los columnistas de las secciones de cultura y luego te dedicabas a comentar muy críticamente la actualidad política de esos años, en 2012, que era el primer gobierno de Piñera. —Claro. No me acuerdo de si esa fue la última colum- na que escribí para La Tercera , creo que sí. De cualquier manera, yo llevaba ya unos años calibrando el peso de la irrelevancia. Escribía en las páginas que casi todo el mun- do se saltaba, pero también cultivaba la fantasía de que pasaba algún gol; de que era posible que algunos lectores se detuvieran en esa sección rara, tal como a mí me había pasado en la adolescencia leyendo, por ejemplo, “Litera- tura & Libros”, del diario La Época . Ahora me parece hasta medio irresponsable haber renunciado tantas veces a es- pacios que otros codiciaban y que luego desaparecieron. Uno desde este presente tiende, de hecho, a seguir idealizando esos espacios que ya no existen, ¿no? — Sí, claro. Tenía una columna todos los domingos y hacia el 2010, por ejemplo, el diario se leía más, no había muros de pago. En realidad, era un lugar ideal, tenía mu- cha libertad, escribía un domingo sobre Chinoy, otro sobre Levrero, sobre Hebe Uhart, sobre Josefina Vicens, qué sé yo. Pero no tiene sentido idealizar ese tiempo. Quiero decir: no tiene sentido idealizarlo ni ignorarlo. Narrarlo, sí. “[Los años 90 y 2000 en la pren- sa] no fueron dorados, la burbuja era más pequeña y monolítica, era todo muchísimo más elitista, clasista, moralista. Costaba en- trar, circular, salir”. 17

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