Palabra Pública N°29 2023 - Universidad de Chile
ensayo pero demasiado plastificado por las abreviaturas de la jerga neoliberal. No se pueden conmemorar los 50 añosdelgolpesinrediscutirnuestrade- mocracia, ya laveznosepuedediscutir esta democracia con palabras tomadas del idioma de las corporaciones y los pesados diccionarios administrativos. Conmemorar es hablar de nuevo, re- cobrar la imaginación política y las complejidades de un idioma que la dictadura empastó bajo un plomizo nubarrón de terminologías gastadas, entresacadas de las empobrecidas len- guas gerenciales. Por supuesto que no es sencillo lograrlo, menos aun cuando hasta ennuestras universidades se han comenzado a emplear esas terminolo- gías, quizá de forma inadvertida pero con elucubraciones tímidas que cal- zan en hormas lingüísticas modeladas previamente por las grandes corpora- ciones. No se construyó esta telaraña de tecnicismos porque sí, se lo hizo porque con esas palabras, implantadas tras la abduccióndeunmododehablar que provenía de las luchas sociales y las militancias políticas, los enemigos de la democracia pueden presentarse hoy como sus acérrimos defensores. ¿Acaso no aparecen a diario por la televisión llamando a olvidar esos “de- talles” oscuros de nuestro pasado, y levantando un dedo acusatorio contra quienesponenenriesgo lademocracia al incentivar la distribución de la renta o proponer tibias reformas sociales? Si se atreven con estos gestos, es porque el golpismo está tramado como un es- queleto interno de la actualidad, que ya no necesita bombardear palacios o demoler instituciones. Le basta con vaciar las palabras por dentro y dejar- les la piel, de modo que no se note. Entonces al desencuentro inocente de aquellas miradas que siguieron al golpe se les debe sumar su otra mi- tad: la de la pérdida perecedera del idioma que antes las fusionaba y que invita, 50 años más tarde, a reflexio- nar sobre los libros quemados, el genocidio de la cultura y la lenta pero progresiva extinción de un pueblo. ¿Realmente se lo extinguió? Quizá no del todo, pues hemos visto a ese pueblo asomar a ratos en nuestras ani- madas plazas, pero sí da la impresión de que se le erosionó su amalgama solidaria y se lo alejó de sus antiguos sentidos de disconformidad. Vivimos en un presente en el que las víctimas, sometidas a pavorosas humillacio- nes y sufrimientos diarios, ya no se sienten tales, y la delicadeza que adi- vinábamos en aquel primer conjunto de miradas furtivas y desorientadas, astilladas por el terror pero atentas a los ojos petrificados de los ausentes, mutó en los últimos años hacia el uni- verso de las desconfianzas y el encono privado, secreto, desde donde se atis- ba en solitario el resplandor pálido de una esperanza desprovista de toda co- munidad y fe colectiva. Las erosiones, como se sabe, son lentas y se amparan en un desgaste tan suave como persistente. Se opo- nen a las conmemoraciones, que actúan enmarcadas por días o ciclos que figuran en el calendario. Pero si en una conmemoración como esta recordamos a esos muertos que nos siguen mirando, entonces no pode- mos dejar de lado el oprobio que, ya sin ellos, se esparció por todos los rin- cones de nuestra historia. Imagen de La Moneda el día 11 de septiembre de 1973. Foto: afp. 32
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