Palabra Pública N°29 2023 - Universidad de Chile
París, diciembre de 1987: es la data inscrita al pie de una misiva que Ángel Parra escribió para un amigo, pero que también es una carta abierta a modo de manifies- to de esos días, dirigida a Víctor Jara como destinatario simbólico. Forzada a mostrar signos de apertura después de catorce años de represión y terrorismo de Estado, la dictadura chilena había empezado a “autorizar” el regre- so de personas exiliadas, en listas entre las cuales en los últimos días de 1987 figuró Ángel Parra. “Formaba parte de los perdonados, era parte del paque- te de regalo de Pascua que la dictadura ofrecía este año”, escribe el autor en esa conversación imaginaria con Víctor Jara, asesinado por militares en 1973. “Perdón, ¿pero de qué, Dios mío, me pregunto? ¿Me están perdonando tus 40 balas por la espalda? ¿Mi padre a quien no volveré a ver? (…) Parece que debo hacer una reverencia y agrade- cer el perdón del régimen”, agrega, antes de revelar a su amigo una decisión: “No acepto los perdones ofrecidos”. Recién un año y medio después, Ángel Parra aterri- zó en Santiago de Chile, en un regreso rubricado como documento con el disco en vivo que grabó en el Teatro Teletón, junto a su hijo Ángel y al bajista Pablo Lecaros en el escenario, el 6 de mayo de 1989. —Verlo volver fue increíble, la intensidad de estar en Chile, la cantidad de amigos… hicimos una gira en van de Arica a Punta Arenas y mi papá estaba extasiado por el cariño de la gente —recuerda su hijo, antes de conectar ese recuerdo con una memoria previa—. En el campo de concentración lo habían querido obligar a cantar temas de los Quincheros y todo eso, y siempre se negó. Él nun- ca nos habló de eso, pero compañeros de prisión como Ángel Arias o Juan Botto me contaron cosas que me removieron. Mi papá volvió a Chile con la dignidad de cantar “Cuando amanece el día” y ya nadie lo podía cen- surar. Dijo “No pienso pedir perdón” y eso es un gesto de valentía increíble. —No fue altanero, soberbio ni nada por el estilo, pero con un nivel de orgullo bien puesto. Algo que nunca en la vida hizo fue quebrar eso. La dignidad. Tenía una concep- ción del honor muy bella. Decidió volver al final, porque lo que él quería era eso: era decir “yo vuelvo cuando yo quie- ra a mi país”. Siempre chorizo. Nunca in-chorizo —sonríe Javiera—. De hecho, el rol de mi papá nunca fue el de víc- tima. Nunca nos contó lo que le había pasado (en prisión). Y siempre lo que nos unió fue el humor. Ese era el lazo indestructible con él. Aunque su retorno a Chile nunca fue definitivo, des- de 1989 Ángel Parra retomó un contacto con el país en viajes frecuentes y en prolíficas grabaciones, muchas de ellas compartidas con Ángel hijo y Javiera Parra en la producción musical y las voces, respectivamente. —Siempre nos metió, al Angelito lo hizo tocar con él desde muy chico y cada vez que íbamos a Francia trataba de que yo cantara un par de canciones o algo de la Violeta —recuerda Javiera—. Nos subía al escenario casi sin pre- guntarnos. “¿Usted, mijita, va a cantar hoy día conmigo ‘Run Run’?”. Y yo, así como: “Sí”. Veníamos tocando conmi papá y teníamos ese ejercicio más o menos hecho. En esta página y en la anterior: Ángel Parra revisando los archivos de su padre en el mac Quinta Normal, sede actual del Museo Violeta Parra. Foto: Felipe PoGa. 11
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