Palabra Pública N°27 2022 - Universidad de Chile

vinculadas al trabajo, a dejar a niñas y niños en el colegio y comprar. El paseo, el desplazamiento con fines de ocio o placer no fue una reivindica- ción del retorno a la “nor- malidad”. El debate clá- sico de la modernidad del siglo XVI, entre el ocio y el negocio, se desplegó en todo su esplendor en el siglo XXI. En tiempos de ruptura del tiempo cotidiano, como en el llamado estallido social de octubre de 2019, asistimos a un tiempo alterado y re- vuelto. Es la experiencia de la modernidad revo- lucionaria cuyo lenguaje se tomó de la física, esto es, la po- sibilidad de girar en otro sentido, de torcer el tiempo. En otro extremo, la pandemia de covid-19 impuso una des- aceleración del tiempo loco del estallido, e instaló un extenso paréntesis en espera de su cierre o final. Está claro que la incertidumbre permanente puede desquiciar. “Loco” es un adjetivo aplicable a cualquier aparato o persona, dice el diccionario. “Loco” o “loca” es una persona que no ingre- sa al orden de lo cotidiano aceptado por la mayoría. Cuando era niña, en la década de 1970, en mis calles de infancia en Pudahuel (ahora Cerro Navia), en particu- lar en la que me llevaba a la Escuela Básica D-299 Insigne Gabriela, a veces me cruzaba con un hombre joven de pelo largo y desordenado, que hablaba consigo mismo en voz alta y caminaba rápido sin mirar a nadie. Le temía un poco, quizás porque ya había oído hablar del “viejo del saco”, ese hombre que se podía robar a los niños, pero en especial a las niñas. Yo era niña. Pero creo que lo recuer- do no por esas historias de terror, sino por el espejo que llevaba en su mano y que, frente a su rostro, usaba para hablar consigo mismo. La palabra “loco” ingresó en mi vocabulario infantil. En la segunda década del siglo XXI, el habitar de una ciudad está plagado de personas que hablan consigo mis- mas frente a la pantalla de un celular, que lo usan como un espejo, que hablan sin un interlocutor vi- sible para el resto, que caminan rápido sin mirar a nadie, inmersos en un mundo complejo que quizás sea imposible de descifrar para las y los historia- dores del futuro, pues sus señales quedan en soportes que no se archivan como solíamos guardar aquello que que- ríamos traspasar a otras generaciones. Hoy, los usuarios de dichos aparatos construyen su coti- diano desde la expe- riencia de la inmedia- tez de la información y la comunicación, y la au- sencia de una respuesta en segundos produce ansiedad. Hace poco, llevé a mi hija al co- rreo a dejar una carta para un amigui- to que vive en otra ciudad. El espacio deso- lado, que conocía desde mi infancia de amistades por correspondencia, me entristeció. Pero la experiencia del tiempo como un espacio que recorrer, dicho así por ella al pensar en la carta viajera, me devolvió la alegría. Habría que pensar un poco más en la paradoja de un mundo “moderno” con personas cada vez más teocráticas, presas del rumor y del miedo constante, con crisis de pá- nico al por mayor, violentas con la diversidad, con lo vul- nerable y frágil, jugadores de videojuegos sin frontera entre el día y la noche, cultivadores de la amistad con celular codo a codo y no cara a cara; una especie que almacena de forma efímera sus recuerdos en Instagram. El tiempo como duración es una experiencia en riesgo en este presente, lo que deja cada vez más lugar a la dificultad para enfrentar la incertidumbre. La única certeza es que el presente es siem- pre una incertidumbre hasta que acontece un nuevo día. ALEJANDRA ARAYA Historiadora y doctora en Historia por El Colegio de México. Actualmente es directora del Archivo Central Andrés Bello y académica del Departamento de Ciencias Históricas de la Universidad de Chile. 5

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