Palabra Pública N°27 2022 - Universidad de Chile

God Shave the Queen. Erratas, demonios y nueva Constitución Históricamente, los sectores dominantes han intentado coartar la capacidad de escribir a variados grupos sociales. Es que cifrar y descifrar el mundo tiene una capacidad peligrosa: posibilita la resistencia al poder. Por ello, las virulentas reacciones al error contenido en el artículo 116 de la propuesta constitucional escondían acaso una de las pulsiones más nítidas del señorío fáctico: desautorizar la escritura. POR YANKO GONZÁLEZ C. A ún subsiste en los escombros de la prensa y las redes digitales una de las muchas invecti- vas mediáticas que la escritura de la propues- ta de Constitución supuso para el statu quo . La singularidad es que este ataque encontra- ba fundamento ya no en su contenido —“partisano”, “cha- vista” o “indigenista”—, sino sobre algo tan básico como su continente, las propiedades de su escritura. Se trataba de un gazapo “ejemplar”, que ponía en evidencia la feble condición de escribas o alfabetizados de las y los constitu- yentes. El error se convirtió en escarnio y argumento para proseguir alojando en la escucha social un arquetipo del convencional no solo como un energúmeno y totalitario, sino como un “ignorante” (Fulvio Rossi dixit ), incompe- tente hasta en las artes mínimas, como el escribir. Se trataba del artículo 116, en el que se expresaba equívocamente que la cancelación de la carta de nacionalización podía darse salvo si se obtenía “una declaración fraudulenta”. Gazapo que se explotaría como prueba irrefutable de lo mal que había quedado “la casa de todos”. A meses del episodio y en perspectiva, creo que persiste ahí, en la metabolización de la errata, las huellas indelebles del poder de la escritura y el poder sobre la escritura. En el medioevo, antes de la invención de la imprenta y los oficios que de ella surgieron, como la de corrector (que se hizo un alífero espacio entre el impresor y el editor), las erratas eran atribuidas no al autor —toda autoría estaba inspirada por Dios, por descontado infalible—, ni menos al amanuense, mero instrumento divino, sino a un demo- nio: Tutivillus. Exculpados de antemano, no cabía falta ni pecado entre los escribas si una palabra desaparecía o en su lugar brotaba otra. En sus apariciones tempranas, el nombre de este demonio hacía referencia a su papel como recolector de chismes y charlas ociosas en los servi- cios religiosos y, también, como un diablo recopilador de pecados, notario de las faltas humanas para ser invocadas a la hora del juicio del alma. Pero sus labores —según nos cuenta Margaret Jennings, así como Jeanne Vielliard en dos estudios clásicos sobre este ser maligno— se exten- dieron en la imaginería popular, y de mero actuario de pecados, se convirtió en un confundidor de copistas. Como se sabe, la asociación entre escritura y maligni- dad está presente desde los primeros tiempos del cristianis- mo, pues se le atribuyó a Lucifer habilidades lingüísticas y literarias. De hecho, los libros medievales de magia o sata- nismo fueron conocidos como grimorios —alteración del francés grammaire , gramática—, por lo que una de las prin- cipales características atribuidas por la clerecía al demonio fue su carácter letrado. Consecuentemente, el predicado era rotundo: la escritura, en manos inadecuadas, era dictada por el mal. Conscientes del poder de la grafía y la lectu- ra, las restricciones a estas prácticas conllevaban no solo la imposición de un límite a la proliferación de los discursos, sino también de una autoridad, un monopolio y control sobre los significados. Debido a ello, como nos recuerda Armando Petrucci, históricamente los sectores dominantes han intentado coartar la capacidad de escribir a variados grupos sociales (por largos siglos las mujeres y las clases po- COLUMNA 28

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