Palabra Pública N°26 2022 - Universidad de Chile

E n cualquier álbum familiar hay fotos que no reconocemos. Guardamos retratos de antepa- sados que nunca hemos visto, y repetimos sus historias sin importar si son ciertas, porque de eso se trata la memoria de una familia: de abra- zar mitologías, de sentirse parte de algo que no empieza ni termina con uno. En el living de la casa donde creció Ga- briela Wiener (Chiclayo, 1975), y en el de todos los Wiener emparentados con ella, existe una fotografía que se exhibe como un trofeo: el retrato del patriarca Charles Wiener, el tatarabuelo que pasó a la historia por ser uno de los prime- ros europeos en confirmar la existencia de Machu Picchu en el siglo XIX. Un explorador austríaco-francés famoso por sus estudios sobre Perú y por su colección de casi cuatro mil huacos —piezas de cerámica prehispánicas de rostros indígenas—, que hoy se conservan en buena parte en el museo parisino del Quai Branly. Lo obvio, quizás, era que Gabriela Wiener, una de las escritoras y periodistas fundamentales de las últimas déca- das en América Latina, hoy residente en Madrid, hubiese investigado hace años la figura de este antepasado célebre, pero sabía que mirar de cerca ese retrato, tan familiar y tan ajeno, no era solo mirarse en el espejo —un ejercicio ha- bitual en su escritura—, sino también preguntarse por los vacíos de esa historia. Significaría, entre muchas otras cosas, meterse en un asunto que nadie mencionaba y que, a la larga, es una suerte de sinécdoque de la historia del mestiza- je latinoamericano: ¿por qué nadie mencionaba a la mujer peruana que dio a luz al hijo de Charles Wiener y que fue abandonada por él? —Durante mucho tiempo, la foto de ese señor estaba en un lugar de mérito en nuestra casa, y era una foto en la que yo no me reconocía en lo absoluto. Lo que me empujó a hacer este intento de demolición del patriarca fue darme cuenta de que había una pregunta también por las demás, por la matriarca; que había un forado en la memoria. Sabemos tan poco de nuestras ancestras, las rodean historia de abandono, de subalternidad, de violación, de esclavitud. No saber es no querer saber, y eso significa borrar. Esa historia no la sabíamos, y creo que cada vez más estamos en esa búsqueda —cuenta hoy Gabriela Wiener, en medio de un viaje a México para presentar Huaco retrato , novela que este año publicó Li- teratura Random House, y en la que finalmente, después de darle vueltas diez años, decidió hacerse cargo de esa herencia conflictiva. «[ Huaco retrato ] tiene que ver con esa idea de que cuando llegó Colón a América, les propuso a los indígenas intercambiar oro por espejos: los que se llevaron el oro son los poderosos del mundo, y nosotros nos quedamos con los espejos, haciéndonos preguntas sobre nuestra identidad». En el camino, murió su padre, el periodista Raúl Wie- ner —quien le heredó una historia familiar llena de secretos e infidelidades, y unos tomos de la obra del celebrado tata- rabuelo— y, en paralelo, comenzó a derrumbarse su propia familia poliamorosa, compuesta por su esposa, su marido y Coco, su hije adolescente. Mientras tanto, en el mundo, los feminismos se masificaban, divergían y exponían sus contradicciones, y así, de una y mil formas, los relatos y discursos sobre los que la autora había construido su iden- tidad empezaron a tambalear. Con esos conflictos encima, Gabriela Wiener se paró frente a las vitrinas que exhiben la colección de su tatarabuelo en el museo del Quai Branly. —He tenido que admitir algo vergonzoso pero funda- mental, y es que no podría haber publicado el libro con mi padre vivo —confiesa Wiener—. Así que es, en parte, un libro de duelo, pero también muchas cosas más. Quería hablar sobre el gran tema de la identidad, con todo lo que bullía en mi cabeza últimamente: feminismos, perspectiva anticolonial, antirracismo. Creo que era este el pedazo que faltaba para entender mi propia historia, y tal vez hace diez años hubiera hecho el típico “libro del antepasado”, sabien- do que hay un conflicto con mi propia identidad, marrón, chola; pero me faltaba quizás lo otro, todos los discursos que me han atravesado en los últimos años y que estaba escribiéndolos desde el periodismo. También me faltaba la experiencia de encontrarme con la comunidad de migran- tes en Madrid, gente que trabaja esto desde el arte, la lite- ratura y la política, para cuestionar lo mucho que nuestras sociedades todavía están fundadas sobre lo colonial. ¿Qué papel jugó la leyenda de Charles Wiener en la construcción de tu identidad como migrante peruana en Europa? ¿Crees que hubiera sido distinta tu vida si tu tatarabuela le hubiera dado su apellido, Rodríguez, a su descendencia? —El tema del apellido es muy fuerte en el libro, porque la protagonista, que es una trasunta mía, se llama Gabriela Wiener, tiene esta cara de huaco, pero siempre ha firma- do todo lo que escribe con su apellido Wiener. El apellido europeo ha sido una especie de escudo protector para ella en un mundo altamente racista, porque en nuestros paí- ses, los apellidos quechua, mochica o mapuche se esconden como una cara marrón, una cara con ascendencia indígena, e incluso se cambian por miedo al estigma. Quería poner en crisis el tema del apellido y su poca importancia sobre todo para las personas marrones, que basta que retrocedan 39

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