Palabra Pública N°21 2021 - Universidad de Chile

que tiene que ver con la afirmación de ciertos compromisos sociales y con armar un diseño institucional que ayude a resistir esa desigualdad. Para no quedarme en abstracciones: si uno concentra el poder geográfica y políticamente, uno está reproduciendo esa desigualdad. En tus trabajos muestras que en América Latina el combate a la desigualdad no ha ido de la mano de la de- mocratización del poder, sino de su concentración. ¿Por qué crees que ha ocurrido eso? —Porque no es de extrañar que la Constitución sea re- flejo de la élite que la escribe. Una élite que vive y goza de los privilegios de la desigualdad, ayuda a blindar su poder y a alambrar el escenario institucional en su entorno a través de la ley, de la Constitución. Se explica por la historia de desigualdad y los modos en que ha estado concentrado el poder. Distintas sociedades latinoamericanas han mostrado ese gobierno de élites. Chile ha sido ejemplar, tanto en los niveles de concentración como en los niveles de resistencia. Formas de reacción social como no se han dado en otras sociedades de América Latina, por la radicalidad. En parte, una radicalidad que reacciona frente a lo que ha sido la historia desde 1811, 1823 y 1833, con un ordenamiento salvajemente elitista. No solemos hablar de los derechos en términos de las alteraciones en las relaciones de poder que supone hacerlos efectivos. ¿Nos obnubila el tecnicismo del dere- cho? ¿El concebir los derechos como favores de la élite? —En la historia de América Latina creo que se han com- binado algo de ignorancia, algo de oportunismo y algo de hi- pocresía desde el poder. Hay doctrinarios que se han pregun- tado de buena fe qué podemos hacer a favor de la igualdad y han encontrado como respuesta “y bueno, lo que ha hecho toda América Latina todo este tiempo: agregar derechos”. Esa es la marca latinoamericana desde México 1917, el cons- titucionalismo social. Lo que domina en el discurso jurídico de la gente que quiere cambios —más allá que desde el poder tenían muy claro lo que querían hacer y no hacer— es una manera muy latinoamericana de ver el derecho: mirar afuera y ver qué hay para agarrar. Eso creo que están pensando mu- chos en Chile: “agarrar el tren que perdimos”. Por supuesto que en el contexto de Chile —donde la Constitución quedó muy espartana, sin derechos sociales, económicos, culturales, humanos—hay que incorporar nuevos derechos. Entre otras cosas, porque vivimos en culturas jurídicas formalistas, lega- listas, textualistas, y entonces el juez tiene una gran excusa cuando no encuentra un compromiso constitucional. Dice: “no, a mí no me pidan eso, porque eso no está en la Cons- titución”. Lo inaceptable es que se siga conviviendo con un esquema que reproduce la desigualdad y hace muy difícil el enforcement de esos derechos. La idea de una “Constitución mínima”, que deje fuera los mayores desacuerdos, entregados a la delibera- ción de la política representativa, ha cobrado fuerza en el debate constitucional chileno. ¿Te parece una estrate- gia adecuada? —Yo estoy de acuerdo en que los detalles se tienen que definir democráticamente, en el debate público, pero te- nemos que ser conscientes, particularmente los latinoame- ricanos, de que eso requiere lo que [Carlos] Nino llama- ba precondiciones de funcionamiento del procedimiento democrático. Y esas precondiciones no son simplemente decir “bueno, desde esta situación de extrema desigualdad y concentración del poder en la que estamos, hablemos”, porque hay gente que no entra a la cancha: está margi- nada, está excluida en los hechos por la organización del poder. Entonces la Constitución mínima tiene esa enorme trampa: en nombre de la deliberación hace ficticia la deli- beración. Decir “bueno, con poquitito largamos”, en una cancha desnivelada extraordinariamente, es un insulto a la idea del debate. Y las instituciones que tenemos, montadas hace siglos, se han desgastado desde dentro —lo que se lla- ma la erosión democrática—. Entonces el diálogo debe ser inclusivo, pero sobre todo inclusivo de la ciudadanía, no un diálogo entre instituciones desgastadas y controladas de modo muy aceitado por una élite. “Los plebiscitos, tal como se los ha pensado muy habitualmente en América Latina, afirman la inclusión negando la discusión. Eso es tan repudiable como una deliberación de élites y merece ser resistido democráticamente”. 8

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