Palabra Pública N°20 2021 - Universidad de Chile

criterio que tenemos para distinguir tales obstáculos, para removerlos y reemplazarlos en el articulado fresco y sano del texto de una nueva carta fundacional? Por eso, porque yo siento que la razón es un patri- monio de la especie, disponible para todos quienes la in- tegramos, pero que se actualiza de maneras distintas en tiempos y espacios distintos, yo someto mi verdad a la inteligencia de mis pares. No para inculcarles qué y cómo deberían pensar sino para poner mi cultura al lado de la suya. Y para que, al fin, habiéndose concluido ese cotejo, el argumento que prevalezca sea el más sólido y persua- sivo, el que se habrá demostrado capaz de conducirnos hacia un ver y un actuar mejor. En la historia de la izquierda latinoamericana (y, quizás, en la historia de la izquierda mundial), yo pienso que hay tres posturas básicas respecto del significado y valor de la cultura. La primera y peor no difiere de la de la clase en el poder: la cultura es la quinta rueda del carro, es un orna- mento para exhibir sobre la mesa del living room o, esta vez en el discurso más condescendiente dentro de ese mismo repertorio, es algo que está ahí para el recreo sensorial e intelectual de la humanidad en la hora de sus “esparcimien- tos”. La cultura no produce saber, no nos protege de nada, no cambia nada. Su esencia es la de un juego inofensivo, excepto por la cuota de disfrute que algunos pueden derivar de ella. No es casual entonces que lo que hace medio siglo Guy Debord llamó la cultura de la “sociedad del espectá- culo” sea un ingrediente infaltable en el menú de la política contemporánea y que un payaso como Donald Trump sea al respecto un maestro de maestros. Que la clase en el poder privilegie esta idea de la cultura tampoco es raro, por supuesto. Para esa clase, las cosas están bien como están y, si bien es cierto que a veces acepta y has- ta promueve el cultivo de la imaginación y el pensamiento de un nivel un poco más alto, lo que acepta y promueve no es la producción de lo nuevo y transformador sino la reproducción y (en el mejor de los casos) la innovación de lo que ya existe y es estructuralmente inamovible. Que la izquierda se pliegue, aunque sea sólo a ratos, a una perspec- tiva como esta a mí me parece contradictorio. La segunda perspectiva es coincidente con el dictamen según el cual la cultura importa, en la medida en que aquí se la considera como uno más entre los espacios que consti- tuyen el todo social. Es el piso de arriba en el famoso edifi- cio de Marx. Quienes la hacen suya, sin embargo, no suelen profundizar en el por qué la cultura es importante excepto cuando sugieren que es una de las dimensiones del queha- cer humano, a la que, como lo hace o va a hacerlo con las demás —las dimensiones política, económica y social—, la voluntad progresista se compromete a darle un tratamiento tan generoso como el que les da a las otras. En 1970, en el Programa básico de gobierno de la Unidad Popular esto se expresaba hablando del “derecho” del pueblo chileno a una “nueva cultura”, en la que los contenidos principales eran la “consideración del trabajo humano como el más alto va- lor”, la “voluntad de afirmación e independencia nacional” y la conformación de una “visión crítica de la sociedad”. Todo lo cual estaba muy bien, aunque los tres “de- beres” que ahí se anotan puedan ser reemplazados por o complementados con otros, e incluso cuando de eso de la cultura como un “derecho” uno infiere una oposición un tanto sospechosa entre ausencia y presencia. En un marco teórico como ese, que es el de la conquista de algo de lo cual se carece, se subentiende que son los “cultos”, los que “poseen la cultura”, quienes deben “llevársela” a los que no la poseen, para que estos la empleen en beneficio propio y de los demás y eventualmente se tornen en pro- pietarios de una “cultura popular” (como si no existiera en ellos de antemano). Pero, como quiera que sea, esa perspectiva daba cuen- ta de las buenas intenciones de un sector social que era distinto a la clase en el poder, que entendía que un pueblo culto era indispensable para la misión transformadora que la UP se proponía y que, por lo tanto, no participaba ni del conformismo ni de la banalidad. Pero el ítem cultura estaba perdido por allá en las últi- mas páginas del programa de la UP, casi como cayéndose del texto. De hecho, ocupaba unas veinte líneas rápidas antes de navegar hacia el puerto, presumiblemente más seguro, de la educación. La cultura era importante, se decía, pero el lector del programa podía darse cuenta de que no era lo más importante. Y, cuando importaba, era porque se estaba pensando en una cultura pertrechada con unos deberes muy precisos, que eran comprensibles por cualquiera, que nadie intentaría cuestionar. Era esa una cultura con obligaciones pedagógicas concretas, y debía limitarse a cumplirlas. Y esto me lleva a la tercera perspectiva, la de García Li- nera y la mía. García Linera reconoce la importancia “pri- mordial” de la cultura y afirma que la derecha anda con la suya en el cuerpo, que esta forma parte de su ADN, y que “La cultura es el sistema simbólico sin el cual seríamos como los ciegos de la novela de Saramago, esos que se imaginaban estar viendo cosas que en realidad no veían”. 27

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