Palabra Pública N°19 2020 - Universidad de Chile
disparar, la fuerza del arma me hizo ir moviéndome hacia la derecha, allí estaba Blanca, que por un tris no llegué a herirla”, dice Patricia Espejo en sus memorias. Quien la acompañaba era Blanca Mediano, exfuncionaria de la secretaría privada. Patricia había visto ondear las banderas de Patria y Libertad en la costanera en Santiago, sus brazaletes y su hostilidad. Llegó a sentir miedo, vio a antiguos amigos que le gritaban “¡comunista de mierda!” al verla pasar. Fue ese el origen del viaje que la llevó a Cuba para realizar un curso de defensa personal e inteligencia. “Pude saber qué precauciones tomar en casa, qué cosas se podían hacer”, explica. Su tía Paz Espejo ya llevaba veinte años allí, pues se había ido para apoyar la revolución en 1959. Tras el golpe de Estado, Patricia volvería a la isla, esta vez sin ninguna pertenencia. Serían los años en que reci- biría a los exiliados y oiría los primeros relatos de torturas junto a Tati Allende. Sería también el lugar en que tiempo después comenzaría a militar en el MIR, cuando Jorge “el Trosko” Fuentes —secuestrado posteriormente en la Operación Cóndor— la invitara a ser parte de la organi- zación por petición de Miguel Enríquez, en un mensaje que le dio en un bote en altamar. La primera semana tras el 11 de septiembre Patricia formó con Tati Allende el Comité de Solidaridad con la Resistencia en el edificio de la embajada chilena en La Habana, que hoy funciona como la Casa Memorial Sal- vador Allende. Fue un tiempo duro, de activa gestión para sacar del país a quienes corrían peligro, a través de las vías diplomáticas y de contactos que comenzaron a ver las atrocidades de la tortura. “Era tanta la violencia de los testimonios que eran casi irresistibles”, confiesa la autora, recordando esos primeros relatos de terror. —A veces me acuerdo y me pregunto cómo fuimos capaces. Ahí la fuerza la tuvo la Tati. Llegamos a Cuba el 13, no estaba Fidel. Empezamos inmediatamente a trabajar, localizamos a mucha gente a través de terceros países. La libreta de contactos nos sirvió para saber dónde estaban los focos, cómo funcionaban los militares, dónde eran los mayores apremios. Todos los días era saber que otro compañero caía. Ese tiempo que nos enfrascamos en trabajar nos ayudó a superar el dolor en la medida en que se podía, con mucho apoyo de la revolución. A fines de 1973, Patricia y Tati elaboraron el primer informe de derechos humanos que se presentó en una se- sión de las Naciones Unidas, al que también asistió Mer- cedes Hortensia Bussi, Tencha. Con el tiempo, esos rela- tos pasaron la cuenta. Hay un momento en que Patricia se quebró y decidió detenerse. “Estaba leyendo un testi- monio y me dio un ataque de risa, y decidí parar porque me iba a volver loca”, explica. Fue entonces cuando le dijo a Tati que había que resguardarse para no enfermar, pero Tati sintió el deber de continuar con el trabajo. —Tati no pudo resistir el no haberse quedado en Chile el 11 de septiembre. Los cubanos son muy cuida- dosos en los roles, ella tenía relaciones con embajadores y otras personas, debe haber tenido más información. Yo creo que después vino la parte emocional y familiar que la destruyó. Además, quiso volver a la medicina y se le dijo que no. Luego quiso volver a Chile y se le negó, y ya no encontró salida. La muerte de Tati fue la muerte de una hermana. Para mí, fundamentalmente nunca superó la muerte de su padre. Tati había sido militante en la fracción del PS afín al Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Bolivia, los llamados “elenos”, que apoyaron al Che Guevara en su revolución de América Latina. Aunque Tati tenía estre- chos lazos con grupos revolucionarios, aún así se plegó al proyecto democrático de la UP. “Ella amaba profun- damente a su padre, era su regalona, su cable a tierra. Lo respetaba y admiraba su tenacidad y su compromiso con los más pobres. Sabía que el camino elegido era difícil y hasta imposible”, recuerda Patricia, recalcando que Tati no dejaba tiempo para el cansancio ni la tristeza. Los últi- mos años han aparecido libros que recuperan su historia, el más reciente Tati Allende: una revolucionaria olvidada (2017), pero durante mucho tiempo se le perdió la pista. —Se olvida porque es una figura que molesta, es una revolucionaria que dice las cosas de frente, capaz de lu- char, crítica hacia los partidos. Para ella la vida habría sido muy difícil en esta sociedad tan clasista y egoísta, cuando era el reverso de la medalla. No es una figura de consenso. Hoy hay que ser más recatada, condescen- diente, hay que olvidarse de que los democratacristianos nos hicieron la vida imposible. Todo ese tipo de cosas que la Tati no habría permitido. Era una mujer extraor- dinariamente afectuosa, de una sencillez impresionante, muy dura consigo misma. Luego de la muerte de Tati, Patricia siguió ligada a la familia Allende. Desarrolló una amistad muy cercana con Tencha, y luego en la Fundación Salvador Allende intentó visibilizar la obra del mandatario y de quienes lo acompa- ñaron hasta el final. En la actualidad, no vacila cuando se le pregunta sobre el legado del expresidente en el actual proceso político, a un año del estallido social. —Para mí, su legado fue la consecuencia política. Los mil días que gobernó fue consecuente con su gente, in- cluso con los partidos que a veces no lo apoyaron. Hoy el estallido nos muestra que las diferencias sociales son abe- rrantes. Hay corrupción a todo nivel y la gente no quiere nada con los políticos. Lo que más llamó mi atención el 18 de octubre fue que no había banderas de partidos. Sólo a lo lejos, a dos o tres cuadras de la plaza, vi una bandera con el rostro de Allende. 97
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