Palabra Pública N°18 2020 - Universidad de Chile

los programas de alimentación com- plementaria. Lo que hacíamos era una investigación en terreno, estudiamos la realidad, pero además actuamos y todo se hizo participativamente, los mismos pobladores llenaban nuestros formu- larios, nunca tuvimos encuestadores”, recuerda hoy la presidenta del Institu- to Igualdad, quien en 1986 publicó el primer libro al respecto: Hambre + dig- nidad = ollas comunes , y en 1987, el se- gundo, Organizarse para vivir, pobreza urbana y organización popular . Ambos cobran hoy una vigencia inusitada, por lo que Hardy ya está en conversaciones para reeditarlos. “La gran diferencia entre las ollas comunes de ese entonces y las de hoy es que antes era un país que no tenía el espacio fiscal que tenemos hoy ni tenía un gobierno democrático ni tenía par- tidos políticos ni debate ni organiza- ciones sociales legítimamente hacien- do demandas. Entonces, hoy tienes un cuadro político absolutamente distinto y lo brutal es que estamos acercándo- nos a vivir una situación de crisis eco- nómica comparable a aquella”, afirma. Ollas inmigrantes Sin duda, una de los segmentos más vulnerables de nuestra sociedad es la población migrante, de la cual una buena parte se concentra en el norte de Chile. Elizabeth Andrade es peruana y vive desde 2009 en la población Los Arenales en Antofagasta, compuesta por 1.700 familias, 85% de ellas mi- grantes. Ella, eso sí, llegó a Chile en 1995. “Tengo ya la residencia, pero nunca he dejado de sentirme inmi- grante. Claro que en estos 25 años las cosas han cambiado. Primero vine trabajando de irregular, inventando cualquier excusa para poder cruzar la frontera Tacna-Arica, hasta que me pude quedar. Luego me fui a Antofa- gasta y trabajé como asesora del hogar puertas adentro e incluso me pude pagar mis estudios de educadora de párvulos, pero hace tres años dejé de ejercer para dedicarme a la dirigencia al mil por ciento”, cuenta Elizabeth, quien ahora, por la pandemia, ayuda a gestionar ollas comunes que reparten 400 raciones de lunes a viernes. “No es suficiente, pero es lo que podemos ha- cer por ahora. Nos dividimos en cinco comités y algunos de ellos incluso han decidido vender el plato a $1.000 para poder seguir financiándonos, pero en algunos lugares simplemente no hay dinero”, cuenta. La organización ha sido vital y ya hace tres años existe la Red Nacional de Migrantes y Promigrantes en Chile que reúne a 50 grupos de chilenos y otras nacionalidades, la mayoría peruanos, bolivianos, ecuatorianos y en menos cantidad venezolanos, colombianos y brasileños. “He ido descubriendo cómo opera la discriminación y el racismo, pero también he visto el empodera- miento de vecinos y vecinas, nuestro re- conocimiento como sujetos dignos de derechos y la sororidad, porque la ma- yoría somos mujeres”, dice Elizabeth. La Coordinadora Feminista Mi- grante, que es parte de la red, le entre- gó a la población Los Arenales $600 mil, con lo que pudieron armar cajas solidarias para 30 familias, mientras que otra brigada migrante de Temu- co donó a la red $1 millón para que las distintas organizaciones pudieron comprar equipamiento de sanitización como mascarillas, alcohol gel, trajes es- peciales y una bomba de fumigación. “Hemos decidido migrar, hemos deci- dido ser parte de este Chile que ya des- pertó. Más allá de que las autoridades hayan hecho hasta lo imposible por mostrar una migración nefasta, noso- tros mostramos una migración que es una oportunidad de conocer, de inte- grar las riquezas de nuestras culturas”, afirma la dirigenta. A 417 km de ahí, en Iquique, está el campamento La Pampa, que abarca siete hectáreas en Alto Hos- picio donde viven 90 familias, 95% de ellas migrantes. La mayoría no tiene trabajos formales ni están en los registros del gobierno municipal o nacional. Muchos llevan más de siete años en el país, pero siguen sin poder regularizar sus papeles. La pre- cariedad del campamento es máxima. No tienen agua potable, la luz es un cableado que ellos mismos levantaron y sus viviendas están hechas de cartón y cholguán. Durante la pandemia, la cesantía y el abandono por parte de las autoridades se ha hecho sentir más que nunca. Así, desde abril comenzó a funcionar el comedor popular Mink’a ( trabajo en comunidad en lengua que- chua), donde se reparten entre 270 y 300 almuerzos diarios y que también es la casa del dirigente Enrique Solís, integrante del Movimiento Indepen- diente por la Dignidad. “Ahora mismo no podemos estar peor, y por lo mis- mo tenemos que ser optimistas, vemos este momento como una oportunidad para mejorar nuestra situación”, dice el dirigente que ha contado con apo- yo externo en la logística y acopio de alimentos y ayuda económicas de un grupo de académicos de la Universi- dad Arturo Prat. Gracias a eso, el campamento tie- ne ahora los recursos para construir un comedor desde cero, una sala albergue para mujeres que sufren violencia in- trafamiliar e instalarán cuatro postes de luces fotovoltaicas, que iluminarán las cuatro calles que componen el cam- pamento. Pero uno de los problemas más grandes es la falta de agua potable y es lo que los mantiene en una tensa disputa con el municipio y el gobier- no regional. “Hay 23 camiones aljibe privados que nos venden agua a través de unos bonos que nos entrega el mu- nicipio. Para una semana nos entregan A pesar de que las ollas comunes son una red de solidaridad loable, organizada y eficaz, sin duda lo mejor sería que el Estado fuera capaz de resolver el problema del hambre. 12

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