Palabra Pública - N°11 2018 - Universidad de Chile

Kesnel finalmente encontró una habitación en las inmediacio- nes del metro Toesca. Una casona similar a la de Cienfuegos. Todavía tiene problemas para conciliar el sueño en las frías no- ches de invierno. Nuevo Amanecer Elizabeth Andrade llegó al campamento Nuevo Amanecer, ubica- do en la parte alta de Antofagasta, el 5 de noviembre del año 2015. Recuerda que se mudó en la madrugada y que decidió instalarse bien apartada del resto de las viviendas. “Lo hice para que nadie se enterara de las cosas que tenía adentro”, señala. Hoy reconoce con vergüenza que fue una decisión clasista. “Pensaba que estaría lleno de prostitutas, traficantes y delincuentes, pero me equivoqué. Ahora puedo asegurar que todo lo que dicen de los campamentos es un mito y que con el tiempo uno va generando una mirada más inclusiva e intercultural”, agrega. Elizabeth es peruana, tiene 51 años y llegó a Chile a comienzos de los ‘90. Ingresó al país dejando atrás su vida religiosa como mi- sionera de la comunidad ignaciana Niño Jesús de Praga. Primero estuvo en Arica once años, donde trabajó como empleada puertas adentro, y luego emigró a Antofagasta junto a su hija y esposo. En la ciudad trabajó de empleada doméstica y arrendó piezas junto a su hermana en una casa compartida. Hace tres años, tras separarse de su marido, decidió irse a vivir a un campamento. Entre los años 2011 y 2016, según datos del ministerio de Bienes Nacionales y de Vivienda y Urbanismo, los campamentos en la ciudad de Antofagasta aumentaron un 487%. Del total de habi- tantes de estos asentamientos, según un estudio realizado por la Fundación para la Superación de la Pobreza, un 59,2% son mi- grantes. La familia de Elizabeth engrosó la estadística. Al cabo de unos meses, venciendo todos sus prejuicios, la exmi- sionera se transformó en dirigenta. Primero fue secretaria, luego presidenta del comité de vivienda y ahora es una de las voceras de todo el macrocampamento. Hoy, asegura, conviven en el lugar 1.357 familias repartidas en 977 casas, en una ciudad que posee el mayor ingreso per cápita del país. “Es la paradoja de la minería, Antofagasta es la ciudad más rica de Chile y también la más des- igual, tiene los arriendos más caros y el costo de vida más alto. La cantidad de plata que circula es inmensa, pero la distribución de los ingresos deja mucho que desear”, asegura. En el año 2011, según datos de Techo Chile, existían 28 mil fa- milias viviendo en campamentos. Hoy el número se empinaría sobre las 40 mil, cifra similar a la del año 1985, lo que implica un retroceso de más de 30 años. El mismo estudio señala que de los 99 asentamientos estudiados, el 51% tienen familias migrantes. Para Bruno Rojas, dirigente del Movimiento de Pobladores Vi- vienda Digna, se trata de una realidad compartida por chilenos y extranjeros. “A diferencia de lo que cree la gente, los migrantes no llegaron a aumentar los problemas sociales, sino a condensar a través de sus experiencias en cités, campamentos o edificios, las mismas vivencias por las que han pasado miles de chilenos. En el fondo encarnan los problemas de loa que como sociedad no nos estábamos haciendo cargo, como el hacinamiento, la especulación inmobiliaria y la discriminación de la pobreza”. Si bien Elizabeth reconoce todas las dificultades que enfrentan los migrantes, prefiere asumir su tarea como un desafío, dejando de lado cualquier atisbo de victimización. “Valoro nuestro proceso de organización, porque la construcción de sentido no es algo considerado en la política de vivienda”, dice. Precisamente este ímpetu, asegura la socióloga María Emilia Ti- joux, hace de los campamentos un lugar de resistencia. “Vivir en un campamento es un trabajo de planificación colectiva. Existen horarios, comidas, cuidados. Involucra necesariamente una orga- nización social. Eso es algo fundamental y tiene que ver, por su- puesto, con una mirada política”. Y en esta lucha, que no es ni de chilenos ni de extranjeros, Tijoux ve un desafío en la política pública. “Debemos entender que esta- mos frente a trabajadores que necesitan vivir tan dignamente como los demás. Las personas migrantes deberían ser incorporadas a las políticas públicas de vivienda, que tampoco son las mejores para los chilenos, pero no de una manera diferenciada”. Porque en la división, asegura, “está la esencia del racismo”. Cités Eran tan pocos los peruanos que vivían en el país a principios de los ‘90, que la familia Delgado era siempre invitada a las fiestas patrias del 28 de julio en la embajada. Con el correr de los años y el arribo de innumerables compatriotas, la celebración se tornó más exclusiva y los dejaron de invitar. “Con suerte éramos 40 personas, ahora no invitan a nadie porque somos muchos, les sale más caro”, cuenta Margarita Fernández- Dávila. Su esposo, Alfredo Delgado, fue el primero de la familia en llegar a Chile el año ‘89, arrancando de las esquirlas del grupo maoísta Sendero Luminoso. Un año después lo hizo Margarita y posterior- mente seis de sus diez hijos. Tras un par de años viviendo hacina- dos en dos habitaciones en la calle Cóndor, la familia se instaló en el cité “El Palto”, ubicado en el número 328 de la calle San Fran- cisco. Fueron los primeros migrantes peruanos en habitar el cité, a principios de los años ‘90, en lo que se reconoce como la primera ola de migración transfronteriza. Los cités históricamente han estado ligados al fenómeno migra- torio. Primero como vivienda obrera, receptora de la migración campo-ciudad a fines del siglo XIX y principios del XX, y poste- riormente como alternativa de vivienda a los migrantes que lenta- P.12 P.P. / Nº11 2018

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