Ciudadanías para la democracia

34 puede salir adelante con esfuerzo y astucia. Es difícilmente conciliable con el viejo mito del self made man . Durante todos los siglos en que la hegemonía capitalista se construyó sobre la base del saqueo de la periferia (siglos XV al XIX), la racionalidad burguesa, sin embargo, no tuvo problemas para atribuir sus éxitos de manera bruta a su superioridad natural. El asunto se complejizó solo desde fines del siglo XIX, con el auge y la masividad de las capas medias, con la disputa cultural entre Estados Unidos y Europa (una disputa entre blancos), y con el auge de la hegemonía burocrática. A lo largo del siglo XX creció y se impuso la idea de que el origen de las desigualdades tiene una raíz más bien de tipo social. No completamente natural, aunque el factor “naturaleza”, ahora convertido en explicación biológica, se mantuvo como fondo objetivo. Pero tampoco, y esto es crucial, un origen plenamente histórico. Las contradicciones y dificultades de la vida social, según esta nueva combinatoria podrían ser atenuadas, pero no radicalmente, ni mucho menos, rápidamente superadas. En esta “prudencia” el fondo biológico resulta clave, como también, por otro lado, la idea de que los cambios introducidos solo pueden ser administrados y alcanzados en su verdadera eficacia muy lentamente: “con el tiempo”. Mientas el discurso sobre el fondo natural de las desigualdades permanece en segundo plano, siempre bajo la amenaza de ser considerado como políticamente incorrecto, la cara visible de la retórica legitimadora se centra cada vez más en una “desgraciada circunstancia”, seguramente heredada de épocas menos civilizadas: los ciudadanos no están suficientemente preparados para sumir su autonomía ni su poder de deliberación. Las diferencias educacionales, producto de sistemas educativos eterna y sospechosamente ineficientes, los hacen proclives a seguir discursos fáciles, a hacerse adeptos de caudillos irresponsables, a creer promesas que la realidad objetiva no permite cumplir. Esta triste realidad hace que el ejercicio democrático tenga que ser tutelado no ya, por supuesto, por militares o ideologías benefactoras, sino por el juicio experto de los que sí han tenido la fortuna de superar esos límites a través de una formación cultural y educacional más avanzada. El discurso imperante puede mantener así la condición

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