Ciudadanías para la democracia

32 curiosamente, solo formularla con ánimo radical, frecuentemente, es visto como indicio de ánimo “antidemocrático”. El discurso sobre el ideal democrático es tan unánime, tan insistente que, repetido como sonsonete por políticos y medios de comunicación, parece tener el efecto mágico de inhibir la indagación sobre su realidad efectiva. Decir en voz alta que la democracia imperante no es democrática parece por sí mismo un atentado contra su estabilidad. Y si la realidad no solo no se compadece con el ideal que se predica de ella, sino que está tan alejada que incluso lo contradice frontalmente, deberíamos preguntarnos contra la estabilidad de qué apuntan nuestras preguntas. Si consideramos los nobles ideales que se nos presentan como democracia, debería ser obvio que no pueden llamarse democráticos sistemas donde impera el monopolio privado o estatal sobre los medios de comunicación, o donde exista una flagrante y enorme diferencia entre las capacidades de acceso a la información y de propagación de ideas entre los ciudadanos comunes respecto de los que detentan grandes oligopolios o aparatos estatales. Debería ser obvio que no puede llamarse sistema democrático a un marco institucional en que la representación esté gravemente distorsionada por mecanismos electorales no proporcionales, por el lobby de las grandes empresas sobre los representantes, por la falta de transparencia real sobre los actos de los organismos del Estado, por la inexistencia de mecanismos de consulta general y directa a los ciudadanos sobre los problemas que los afectan, o mecanismos de revocatoria directa del mandato de las autoridades cuestionables. Debería ser bastante obvio también que no pueden llamarse democráticos sistemas políticos en que los representantes, en contradicción expresa con lo que debería ser su mandato, aprueban normas que perjudican gravemente a sus representados; que permiten destruir su acceso real a los derechos económicos y sociales más básicos; que omiten o niegan sus derechos de género, étnicos y culturales, que permiten, incluso, una relación desastrosa con el medio ambiente. La magnitud de estas contradicciones y daños es hoy tan grande y tan evidente que no deberíamos dudar de nuestro juicio: no vivimos en un sistema democrático. 3. Justamente, este flagrante contraste entre lo que el discurso democrático proclama y la realidad prosaica y opresiva, es

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