Aluviones y resiliencia en Atacama : construyendo saberes sobre riesgos y desastres
Capacidades educativas para la resiliencia frente a desastres 279 de comunicación (Marcelo y López, 1997) que, en situaciones de desastre, se vuelven esenciales para comprender lo sucedido. Los contenidos curriculares, los conocimientos científicos y los saberes populares sobre el propio territorio, son perspectivas de información que bien pueden dialogar en culturas institucionales que aprenden y enseñan, pero que no siempre intencionan la integración de estas voces. Es por eso que el primer principio de trabajo es facilitar, desde un equipo externo, las condiciones de este diálogo ahí donde no aparece como necesario y urgente por los actores escolares, debido a las mermadas condiciones para la reflexión que ocasiona un desastre. El diálogo, que etimológicamente puede ser comprendido como una relación humana “a través de la razón”, puede adquirir una dimensión moral (Habermas, 1998) cuando se comparten las causas y objetivos del trabajo como una valoración construida de manera conjunta sobre el recorrido que se llevará a cabo. Esto exige el conocimiento de las necesidades e intereses que la comunidad presenta respecto a sus condiciones de vida, actuales e históricas. El interés, que se vuelve mutuo para los conocimientos científicos y las comunidades con quienes se trabaja, no versa entonces solo sobre un diagnóstico compartido u objetivos del trabajo específico, sino sobre las posibilidades de transformación de las problemáticas que se identifican. Además de su carácter situado y respetuoso, el principio del diálogo de saberes que aquí proponemos, tiene una importante función en el acercamiento del conocimiento científico. Las comunidades en situación de desastre viven muchas veces la incertidumbre de no conocer las razones que desencadenan su experiencia. Descripciones, caracterizaciones e identificaciones tanto de amenazas como de procesos naturales (por ejemplo, cambio climático o sequía) son conocimientos generados al alero científico de la academia que aportan explicaciones sobre las cuáles tomar decisiones. Mas no solo las escuchas de ambas partes son suficientes, pues el diálogo requiere de la interacción entre saber elaborado y cotidiano (Heller, 1997; Martinic, 1996), de la palabra y también de la acción y de la reflexión (Freire, 1969). El diálogo de saberes se convierte así en un proceso de escucha y adecuaciones que construye nuevos saberes que dejan de ser exclusivos al campo científico y que legitima otras formas del conocimiento; en este caso, formas ingenuas, cotidianas, históricas e idiosincráticas que circulan a través de los cuerpos, las sensaciones y los deseos de no quedarse en lo perdido. Por todo lo anterior es que, sobre todo en caso de desastres, las comunidades no pueden quedar sin voz, y no pueden quedar sin escucha y sin un lugar en la acción de recuperación. Un segundo principio se encuentra en el protagonismo de las comunidades en su definición de recuperación. Esta última, si bien es una meta consensuada, no tiene un significado unívoco; más bien representa simbólicamente la superación del momento de crisis y el volver a “estar bien”, significado que además es distinto según la ubicación de las personas en el ciclo vital (PNUD, 2014; Castro, 2016). La importancia de una meta clara para un proceso de asesoría educativa exige que ésta no sea definida por asesores expertos, sino por expectativas y aspiraciones de los propios actores de la comunidad, incluyendo niños y niñas, a partir de su historia y sus experiencias en el territorio. Lo que se desea del propio pueblo o localidad, de la propia vida y de la propia escuela contiene el saber de lo que se quiere mantener, lo que no se quiere repetir y lo que se quiere aprovechar de cambiar; todos éstos, saberes que responden a la experiencia de cada sujeto en la historia de su territorio. Un tercer principio organizador de las acciones que se desarrollen en las escuelas se
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